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¿Usted ha visto a la criada? ¿Una mujer gruesa? Enorme. Vaya, no será nada dijo el señor Le Bris . Querido señor Stevens, es la hora del desayuno y usted hará muy bien en acompañarnos. La muerta está perfectamente, yo se lo aseguro. El señor Stevens, hombre grave, no comprendió la ironía. El doctor añadió: ¿La ley inglesa castiga a los que prometen suicidarse y no cumplen su palabra?

Se le destrozaba el corazón ante la idea de que se hubiese matado por él. Los recuerdos del pasado se revolvían contra las afirmaciones del doctor y defendían victoriosamente la causa de Honorina. La multitud abrió paso al señor Stevens y a sus acompañantes. Guiados por los agentes llegaron a la cámara mortuoria. La señora Chermidy estaba en su cama con el mismo vestido que la víspera.

La llegada del conde y de Le Bris no la hizo salir tampoco de su sopor. El señor Stevens, seguido del actuario, hizo la información ocular y dictó la descripción del cadáver con la impasibilidad de la justicia, rogando al doctor que declarase cuanto supiera. Le Bris contó todo lo ocurrido, lo que sabía él, y esto, junto con lo que él mismo vio, confirmó al magistrado en la idea del suicidio.

La justicia se trasladó el mismo día a la villa Dandolo donde se pudo comprobar que Mateo era el autor del crimen. Al ser detenido exclamó: ¡Poca suerte! El señor Stevens le hizo conducir al castillo de Guilfort, a orillas del mar. Fue bastante afortunado para escaparse durante la noche, pero cayó en una de esas grandes redes que los pescadores tienden por la tarde para levantarlas por la mañana.

Mientras tanto, Germana, bella y sonriente como la mañana, despertaba a su madre y a su marido, asistía al tocado de su hijo y bajaba al jardín para respirar el aire embalsamado del otoño. Los señores Le Bris y Stevens no tardaron en unirse a ellos. Todos contemplaban al pequeño Gómez que paseaba un galápago por el jardín. El único que faltaba era el duque.

Pero si esa señora no ha muerto irremisiblemente, juro por mi bonete de doctor que el conde no le dirá ni una palabra. El señor Stevens, el conde y el doctor partieron en coche. Diez minutos después se detenían ante la casa de la señora Chermidy. El doctor ya había cambiado de pensamiento y presentía una desgracia.