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La primera vez que se habló allí de impresiones y aventuras del reciente veraneo, tuvo Verónica la curiosidad de preguntar en crudo al banquero que cómo le habían sentado las aguas de Interlacken para su dolencia, «cogida de repente en lo alto de la calle de Alcalá». El hombre se puso verde y amarillo con la pregunta; y ya se tiraba de la patilla para sacar la respuesta, cuando Leticia acabó de atolondrarle afirmando muy seria que los aires de Spá le habían sentado mucho mejor que aquellas aguas.

Esto se decía y se propalaba por aquellos ámbitos henchidos de la fragancia de todas las pasiones, buenas y malas, pero muy elegantes, y de nada se asombró la recién llegada madrileña, porque lo uno lo consideraba verosímil y hasta necesario, y de lo otro sabía que era la pura verdad. Sucesos hartos más graves la aguardaban en Spá.

Estamos en el mes de octubre. Casi todas las damas elegantes que habían ido a Biarritz, a Spa y a otros puntos, y que habían hecho una visita a París, estaban ya de vuelta de la expedición veraniega. Venían, como era natural, cargadas de galas y primores de Worth, de la Ferrière, de Alexandre y de otros artistas; galas que se disponían a lucir durante el invierno.

Oír el general Ponce nombrar a Spá y no traer a cuento el desafío del subsecretario con el príncipe ruso, era cosa imposible. Como que ese y el de Peñas Pardas eran los únicos encuentros en que se había hallado en toda su vida.

El tío Frasquito se tapó la cabeza con la sábana, apretó mucho los ojos y por tres veces se santiguó muy de prisa. El certamen de belleza femenina, celebrado primero en Spa y luego en Budapest, despertó en la condesa de Albornoz la felicísima idea de hacer circular por toda Europa artística y civilizada la suya propia.

De muy distinto modo lo veía su hija, que, aun sin lo advertido por los doctores de Spá, tenía en su buen entendimiento la luz necesaria para no engañarse; y con esto, y con la evidencia de que el estado de su madre era gravísimo, también; con las tristes deducciones que le resultaban de estas innegables premisas; la relativa soledad en que se encontraba en Madrid, a donde los apuntados sucesos la habían obligado a volver antes de lo calculado, y, por consiguiente, hallándose todavía rodando fuera de la patria todos los amigos de «su mundo»; la negrura de los espacios a que la condujeron sus cavilaciones pertinaces, y, ¿por qué negarlo?, hasta la ausencia del único hombre de fuste que en aquel caso pudiera ser para ella un prudente consejero, y cuanto en este hilo de su discurso fue ensartando la mano de Satanás, porque otra más honrada no podía complacerse en hacer un rosario tan largo y de tan fríos desalientos, llegó a apoderarse de la infeliz una verdadera melancolía; siendo muy de notar que antes se le aumentaba que se le disminuía con los cálculos risueños y los propósitos mundanos, que eran los temas exclusivos de la conversación de los convalecientes con ella.