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Actualizado: 3 de junio de 2025


Desaparecen los municipios libres; sus defensores suben al cadalso en Castilla y en Valencia; el español abandona el arado y el telar para correr el mundo con el arcabuz al hombro; las milicias ciudadanas se transforman en tercios que se baten en toda Europa sin saber por qué ni para qué; las ciudades industriosas descienden a ser aldeas; las iglesias se tornan conventos; el clérigo popular y tolerante se convierte en fraile, que copia, por imitación servil, el fanatismo germánico; los campos quedan yermos por falta de brazos; sueñan los pobres con hacerse ricos en el saqueo de una ciudad enemiga, y abandonan el trabajo; la burguesía industriosa se convierte en plantel de covachuelistas y golillas, abandonando el comercio como ocupación vil, propia de herejes, y los ejércitos mercenarios de España, tan invictos y gloriosos como desarrapados, sin más paga que el robo y en continua sublevación contra los jefes, infestan nuestro país con un hampa miserable, de la que salen el espadachín, el pordiosero con trabuco, el salteador de caminos, el santero andante, el hidalgo hambrón y todos los personajes que después recogió la novela picaresca.

Yo iba mirando tanto el rosariazo del ermitaño, con las cuentas frisonas, como la espada del soldado. ¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte de este puerto -decía-, y hiciera buena obra a los caminantes! -No hay tal como hacer buenas obras -decía el santero. Y pujaba un suspiro por remate. Iba entre rezando a silbos oraciones de culebra. En estas cosas divertidos, llegamos a Cercedilla.

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