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Dejéla memorias para él, que fueron recibidas por la intermediaria con un «resguardo» a mi favor de lo más fervoroso y pintoresco que se puede imaginar, y continuamos el médico y yo andando hacia la casa de don Pedro Nolasco, pero hablando mucho de don Sabas Peña, «una de las ruedas más importantes de la consabida máquina», al decir de Neluco Celis.

No era menos comunicativo que con la familia de Marmitón, con don Sabas, con Neluco, con los sirvientes de mi casa, con mis tertulianos de costumbre y con el pueblo de punta a cabo; pero con nadie lo fui tanto como con Neluco.

Y sin esperar mi respuesta, comenzó a trepar con pies y manos entre peñas y raigones. ¡Cómo envidié yo a Chisco que se quedaba en la explanadita de abajo con las cabalgaduras! Don Sabas tenía la práctica de aquellas ascensiones, y además la pasión de las alturas; pero yo, que carecía de ambas cosas, ¿para qué me aventuraba en la subida de tan tremebundos despeñaderos?

A bien que no ha sido ello por falta de advertencias mías; pero este Celso, con ser tan hombre de fe, es de suyo tan... Todo eso lo decía ya, y casi lo gritaba, el bueno del Cura a la puerta del dormitorio de su amigo, donde le interrumpió el descosido razonamiento otra llamada como la de antes. ¡Sabas! ¡Sabas!

Cuando, con las miras puestas en estos fines, vacilaba un poco, porque, al cabo, era tierra frágil y miserable, y desconfiaba de sus bríos y se vela a punto de tropezar y de caer, acudía al amparo de don Sabas; y allá, a la reja del confesonario, en los profundos de la iglesia, al romper los primeros albores del día, ella, después de besar el polvo de los suelos y de regarle con sus lágrimas, declarando sus pesadumbres y flaquezas, y él reprendiéndola y exhortándola con la sabiduría y la dulzura de un padre cariñoso a un hijo muy desdichado, hallaba siempre los perdidos alientos para continuar la subida de su Calvario con la carga de su cruz... Así estaban las cosas cuando yo había llegado a Tablanca.

Corrió Facia a avisarle y entramos los demás en el cuarto del enfermo, en los linderos ya de la agonía y con los ojos clavados en un crucifijo colocado por el Cura para eso a los pies de la cama. Vino el muchacho, y, con su ayuda, administró don Sabas la Extremaunción al moribundo.

Eligió cada cual su tronco, en la seguridad de que lo mismo podía servirle de amparo que de verdugo; y allí se estuvieron, encomendándose a Dios y respondiendo a las preces que en voz resonante le dirigía don Sabas, pidiéndole por la vida de todos, aunque fuera al precio de la suya propia.