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Actualizado: 11 de julio de 2025
Facundo Quiroga fué hijo de un sanjuanino de humilde condición, pero que, avecindado en los Llanos de La Rioja, había adquirido en el pastoreo una regular fortuna. El año 1799 fué enviado Facundo a la patria de su padre a recibir la educación limitada que podía adquirirse en las escuelas: leer y escribir.
Los partidos que dividían a La Rioja no tardaron mucho en solicitar la adhesión de un hombre que todos miraban con el respeto y asombro que inspiran siempre las acciones arrojadas. Los Ocampos, que obtuvieron el gobierno en 1820, le dieron el título de sargento mayor de las milicias de los Llanos, con la influencia y autoridad de comandante de campaña.
Cuando los Aldaos están fuertes en Mendoza y no han dejado en La Rioja un solo hombre, viejo o joven, soltero o casado, en estado de llevar las armas, Facundo se transporta a San Juan a establecer en aquella población, rica entonces en unitarios acaudalados, sus cuarteles generales. Llega y hace dar seiscientos azotes a un ciudadano notable por su influencia, sus talentos y su fortuna.
Dorrego se apresura a satisfacer tan justa demanda. Esta suma se la reparten entre él y Moral, gobernador de La Rioja, que le sugerió la idea; seis años después daba en San Juan 700 azotes al mismo Moral, en castigo de su ingratitud. Durante el gobierno de Blanco, se traba una disputa en una partida de juego. Facundo toma de los cabellos a su contendor, lo sacude y quiebra el pescuezo.
Si La Rioja, como tenía doctores hubiera tenido estatuas, éstas habrían servido para amarrar los caballos. Facundo deseaba poseer, e incapaz de crear un sistema de rentas, acude a lo que acuden siempre los gobiernos torpes e imbéciles. Mas aquí el monopolio llevará el sello de la vida pastoril, la espoliación y la violencia.
Un soldado se complace en enseñar sus cicatrices; el gaucho las oculta y disimula cuando son de arma blanca, porque prueban su poca destreza, y Facundo, fiel a estas ideas de honor, jamás recordó la herida que Dávila le había abierto antes de morir. Aquí termina la historia de los Ocampos y Dávilas, y de La Rioja también. Lo que sigue es la historia de Quiroga.
Es vino de la Rioja solían decir en broma, al llegar a los pueblos golpeando los toneles, y el alcalde y el secretario cómplices los dejaban pasar. También solían cargar en carros, que cubrían de tejas, plomo en lingotes, que había de servir para fundir balas. La alusión a la guerra próxima se notaba en una porción de indicios y señales.
Quiroga le escribía después haciéndole cargo de 59.000 pesos, que, según su dicho, contenían aquellos dos entierros, que sin duda entre otros había dejado en la Rioja desde antes de la batalla de Oncativo, al mismo tiempo que daba la muerte y tormento a tantos ciudadanos a fin de arrancarles dinero para la guerra.
Facundo, cubierto de gloria, mereciendo bien de la patria y con una credencial que acredita su comportación, vuelve a La Rioja y ostenta en los Llanos entre los gauchos los nuevos títulos que justifican el terror que ya empieza a inspirar su nombre, porque hay algo de imponente, algo que subyuga y domina en el premiado asesino de catorce hombres a la vez.
Sin detenerse pasó por la ciudad que lleva el nombre más preclaro en las justas militares del siglo, y que tuvo en los harapos de sus tapias rotas mejor defensa que otras en la coraza de sus murallas de piedra. En Tudela pasó el Ebro entrando en franca tierra de Navarra, semillero de gente brava, pues si Rioja fue hecha para criar pimientos, Navarra fue hecha para criar soldados.
Palabra del Dia
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