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Joven dijo el señor Tomás, apretando sus delgados labios. ¿Cómo se llama usted? ¡Tomás! La férrea mano del anciano resbaló desde la garganta al brazo de su prisionero, aunque sin disminuir la presión con que le tenía asido. Carlos Tomás, ven conmigo dijo luego. Y llevose a su cautivo al hotel en que se hospedaba.

La ternura, la admiración, la dicha rebosaban de su pecho y ya no pudo apartar los ojos de los del Señor, bebiendo en ellos el misterio e inefable deleite de la gloria. El mismo deseo se presentó de nuevo en su mente. Esta vez lo formuló con palabras, cuyo aliento cálido resbaló por sus manos cruzadas delante de la boca.

Nada le he dicho ni me ha dicho, y sin embargo nos lo hemos dicho todo. Cuando me sustraigo a la fascinación, cuando estoy solo por la noche en mi aposento, quiero mirar con frialdad el estado en que me hallo, y veo abierto a mis pies el precipicio en que voy a sumirme, y siento que me resbalo y que me hundo. Me recomienda Vd. que piense en la muerte; no en la de esta mujer, sino en la mía.

En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal, como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar el vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente, como pudiera hacerlo en un palo de gallinero.

Así era el mundo y ella estaba sola». Miró a su cuerpo y le pareció tierra. «Era cómplice de los otros, también se escapaba en cuanto podía; se parecía más al mundo que a ella, era más del mundo que de ella». «Yo soy mi alma», dijo entre dientes, y soltando las sábanas que sus manos oprimían, resbaló en el lecho, y quedó supina mientras el muro de almohadas se desmoronaba.

No veía más que una cosa en el mundo: los cincuenta mil francos de renta. En su aturdimiento llegó hasta a hablar a la duquesa de los peligros que corría y de su vida amenazada. Pero esta revelación resbaló sobre su corazón sin herirlo.

Cualesquiera que fueran las culpas, que tanto le costaba confesar, sentía en el fondo de mi alma que le eran muy liberalmente perdonadas. Repentinamente esa mirada que no me abandonaba, tomó una fijeza extraordinaria, vaga y terrible; su mano se crispó sobre mi brazo; se levantó de su sillón y volviendo á caer en el instante, se resbaló pesadamente sobre el pavimento: ya no existía.

La verdad es que estuve demasiado humilde, casi rastrero, porque el guardia no llevaba la acera, ¡pero la idea de la Prevención ejerce tal ascendiente sobre !... Me contenté con volverme y echarle una mirada terrible, que cayó sobre su capote de hule y resbaló por encima como el agua resbalaba en aquel instante. Las nubes no cejaban.