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Actualizado: 18 de mayo de 2025
Unas cuantas chozas, colocadas sin órden y agenas de toda comodidad, componen el pueblecillo de Suches, que por otra parte no presenta la mas mínima esperanza de mejora, á no ser que algunos hombres inteligentes vayan allí á beneficiar en grande, y de un modo mas simple y ménos costoso, las riquezas que encierra todavía el suelo frio é inanimado de aquellas regiones.
En los últimos días de una primavera cortejó a una viuda aristocrática tan honesta y virtuosa, que no murmuraban de ella ni aun sus íntimas amigas. Al empezar el verano logró rendirla, y comenzado en Madrid el idilio, se dieron cita para continuarlo en un pueblecillo de baños.
La niña ruborizada y confusa exclamó con voz débil: ¡Como hasta ahora me había ayudado!... «Mi queridísima hermana: escribía Miguel a Julia Me preguntas por qué permanezco tanto tiempo en este pueblecillo, y supones, infundadamente, que pasaré la mayor parte en San Sebastián.
Cuando en 1681 reemplazó el excelente duque de la Palata al arzobispo Cisneros, don Baltasar de la Cueva, absuelto en el juicio, presentó su Relación de mando, fechada en el pueblecillo de Surco, inmediato a Chorrillos, que es una de las más notables entre las Memorias que conocemos de los virreyes.
Los Reyes se sublevaban en él contra los Valcárcel. ¡Oh! Cuánto daría en aquel momento por haber visto, por haber leído aquel libro de blasones familiares, de que, más que su padre, le hablaba su madre, muy orgullosa con la prosapia de su marido. Ella lo había visto: los Reyes eran de muy buena familia, oriundos de un pueblecillo de la costa que se llamaba Raíces.
Se me había dicho que terminaría mi jornada en un pueblecillo de montañeses hospitalarios y pobres, que vivían del producto de la agricultura, y que disfrutaban de un bienestar relativo, merced a su alejamiento de los grandes centros populosos, y a la bondad de sus costumbres patriarcales.
De repente, y al desembocar de un pequeño cañón que formaban dos colinas, el pueblecillo se apareció a nuestra vista, como una faja de rojas estrellas en medio de la obscuridad, y el viento de invierno pareció suavizarse para traernos en sus alas el vago aroma de los huertos, el rumor de las gentes y el simpático ladrido de los perros, ladrido que siempre escucha el caminante durante la noche con intensa alegría.
Poco después, Bautista Urbide se presentó en casa de Ohando, habló a doña Águeda, se celebró la boda, y Bautista y la Ignacia fueron a vivir a Zaro, un pueblecillo del país vasco francés. Carlos Ohando enfermó de cólera y de rabia. Su naturaleza, violenta y orgullosa, no podía soportar la humillación de ser vencido; sólo el pensarlo le mortificaba y le corroía el alma.
Siguiendo nuestro camino encarados al Oeste, llevábamos continuamente a la izquierda, aguas arriba, el cauce del río, con sus frescas y verdes orillas y rozagantes bóvedas y doseles de mimbreras, alisos y zarzamora, y topábamos de tarde en cuando con un pueblecillo que, aunque no muy alegre de color, animaba un poco la monotonía del paisaje.
Estos espiritualistas eran tres, tres nada más al menos, puros de toda mácula: Moreno Nieto, que murió sobre el trabajo; Hinojosa, que luego ha sabido encontrar el espíritu en los presupuestos, y Pascual Verdú, que ahora vive solo, desconocido, enfermo, torturado, en ese pueblecillo levantino. Le llama «el fácil y apasionado señor Verdú». ¡El fácil y apasionado señor Verdú!
Palabra del Dia
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