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Actualizado: 20 de mayo de 2025


En invierno enciendo un hermosísimo fuego y me instalo cerca de la chimenea con un buen libro en la mano... Hay en Rosalinda una biblioteca muy bien nutrida y la cual yo aumento todavía procurando estar al corriente de cuanto se publica... Soy una endiablada lectora... Cuando tengo un libro interesante, y al alcance de la mano un buen puñado de almendras, me paso horas deliciosísimas junto al fuego.

Era una tarjetita femenina, sin fecha y sin firma, que olía á violetas. ¿Cómo se llama su autora? ¿Dónde reside?... Lo ignoro, pues ni el cartoncito ni el sobre lo decían. ¡Oh, el misterio, el poético misterio, á la vez lancinante y sabroso!... Lectora, cuya alma sensible adivino, leyendo astutamente entre líneas el dolor de mi alma: yo, para quererte, no necesito conocer la blancura de tus manos, ni saber si son tus ojos hermosos, ni de qué color tienes los cabellos.

Cuando le recogieron estaba muerto. Los periódicos hablaron de él muy poco, porque entonces el affaire Dreyfus lo llenaba todo. Le Journal, al dar la noticia, añadía: «A su entierro no fué nadie.» ¡Nadie! ¡Oh, lectora!

A fuerza de leer todos los días unos mismos periódicos, de seguir el flujo y reflujo de la controversia política, iba penetrando en la lectora la convicción hasta los tuétanos.

Yo la he visto llorar, lectora; ¿la viste también?... Y si tuviste esa fortuna, ¿no es cierto que en ella el llanto, más que una ficción, parece un recuerdo? Acerca de todo esto, un excelso poeta, Gabriel D'Annunzio, podría referirnos una historia bien triste.

Tan precisos eran los datos y tan claras las señas, que ningún lector ni lectora de El Correo de las Niñas dudó un instante de quiénes fueran los «silueteados». Hasta las modistas y los almaceneros del Tandil sabían perfectamente que el suelto se refería a Coca Itualde y el capitán Pérez.

CIRILO. ¡No...! Pero los soldados que pasaron en las primeras líneas los meses más rudos conservaron la rudeza de su precaria existencia. No saben hablar a las mujeres, y alguno hubiera podido agraviarla... LEONIE. ¡Bah! ¡Figúrate ...! ¡Precisamente en mi oficio...! CIRILO. Desconocía su oficio, como usted dice. Suponía que usted era el ama de gobierno de una señora anciana... su lectora...

Y después de estos razonamientos tan juiciosos, como doña Inés no pagaba a Juanita sino lo que cosía, y no le pagaba, para no humillarla, ni las horas que empleaba leyéndole libros ni el tiempo que perdía escuchando sus disertaciones, resultaba doña Inés, por obra y gracia de lo mirada que era, tenía lectora y auditorio y acompañante de balde.

Palabra del Dia

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