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Actualizado: 3 de mayo de 2025
Kempis, la Imitación de Jesucristo... ¿Cómo? ¡usted! ¿también usted?... Es un libro que quita el humor. Le hace a uno pensar en unas cosas... que no se le habían ocurrido nunca.... No importa. La vida, de todas maneras, es bien triste. Vea usted. Todo es pasajero.
Pues sí señor ¡que vendrá!... En mi casa, señor Foja, una ligera insinuación mía es un decreto sancionado.... Y don Víctor se fue a casa maldiciendo de la hora en que se le había ocurrido asistir a la Junta. «¿Por qué habría ofrecido él lo que no había de cumplir?». «Sin embargo, la palabra era palabra». Tiempo hacía que Quintanar no leía a Kempis, ni pensaba ya en el infierno con horror.
Y abrazaba y daba palmadas en la espalda también a su Frígilis para que no tuviera celos de Mesía. Quintanar era feliz; quería que lo fueran todos los suyos, su mujer, sus criados, y los amigos, hasta los conocidos, el mundo entero. Si Mesía le preguntaba en broma: ¿Qué tal Kempis? ¿Qué dice de esto Kempis? El otro contestaba: ¿Quién? ¡Qué
No es eso.... Quintanar; hablo de La Leyenda de Oro y del Año Cristiano de Croiset, por ejemplo. ¿Sabes, hija mía?... Yo prefiero los libros de meditación.... Pues toma el Kempis, la Imitación de Cristo... lee y medita.
Es natural. No... si está ocupada... no la moleste usted.... No faltaba más. Ocupada... ella siempre está ocupada... y desocupada... qué sé yo. Cosas de ella. Salió. Don Álvaro tomó en las manos el Kempis; era un ejemplar nuevo, pero tenía manoseadas las cien primeras páginas, y llenas de registros. Nunca había leído él aquello. Lo miraba como una caja explosiva.
En el Casino leía los periódicos de La Costa: conciertos nocturnos al aire libre, giras campestres, regatas, de todo esto hablaban; ¡cuánta gente! ¡cuánta música! ¡teatro, circo! barcos, grandes vapores ingleses... y el mar... el mar inmenso.... ¡Aquello era divertirse! Don Víctor suspiraba y se volvía a casa. «No estaba la señora». Pero estaba Kempis. Allí, abierto, sobre la mesilla de noche.
Y se lo hizo leer. Y entre Kempis y la Regenta, y el calor que empezaba a molestarle, y la prohibición de los baños le quitaron el humor al digno magistrado. Ya no leía, al dormirse, a Calderón, sino a Job y al dichoso Kempis. «¡Vaya unas cosas que decía aquel demonche de fraile o lo que fuese! No, y lo que es razón tenía, es claro; el mundo, bien mirado, era un montón de escorias.
La revelación tuvo eco aún en el seno de las comuniones cristianas, y se citó una vez, a propósito del libro afortunado, la Imitación, de Kémpis, como término de comparación. La vida pública no se sustrae, por cierto, a las consecuencias del crecimiento del mismo germen de desorganización que lleva aquella sociedad en sus entrañas.
Palabra del Dia
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