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Actualizado: 21 de junio de 2025


A Mochi se le antojó de repente volverse a contaduría, donde había dejado algún dinero, y como no se fiaba de la cerradura... «Id andando», dijo, y echó a correr. La posada de la Gorgheggi y de Mochi, que era la misma, estaba lejos; había que seguir a lo largo todo el paseo de los Álamos para llegar a la tal fonda. Serafina y Bonifacio echaron a andar. A los tres pasos, en la sombra de una torre, ella se cogió del brazo de su amigo sin decir palabra.

La Gorgheggi era un ruiseñor; y además, ¡qué guapa, qué amable, qué atenta con el público, qué agradecida a los aplausos!». que era guapa; era una inglesa traducida por su amigo Mochi al italiano, dulce y de movimientos suaves, de ojos claros y serenos, blanca y fuerte; tenía una frente de puras líneas, que lucía modestamente, con un peinado original, en que el cabello, de castaño claro y en ondas, servía de marco sencillo a aquella blancura pálida, en que, hasta de día, como pensaba Bonifacio, parecía haber reflejos de la luna.

Mochi le aguardaba con aquellos ojos punzantes, risueños y maliciosos: sin el dinero no se podía volver: detrás de Mochi estaba la Gorgheggi, su discípula, su pupila.

Con aire displicente dijo el buen hombre: Pues ópera la van ustedes a tener ahora, y buena; porque me ha dicho el alcalde que han pedido el teatro desde León el famoso Mochi y la Gorgheggi. ¡La Gorgheggi! gritaron a una los presentes. Y hasta el relator hizo un movimiento de sorpresa en su silla, metido en la sombra, y la viuda de Cascos le miró y suspiró discretamente.

Marta, que hacía alarde de sus conocimientos lingüísticos hablando inglés, francés, italiano, acabó por seguir a la Gorgheggi en su empeño de hablar español, para que la entendiese Emma.

Lo cierto era que la Gorgheggi, corrompida en muy temprana juventud por Mochi, su maestro y protector, se vengaba de su tirano y de la pícara suerte, y no sabía de quién más, arrojándose a la mayor torpeza, al desenfreno loco en los amores temporeros que su infame corruptor y amante insinuaba, favorecía y explotaba.

Nepomuceno, interesado en favor de los alemanes, animaba a Emma a gastar en la empresa de la ópera, porque Marta y su padre se lo pedían; la Gorgheggi y Mochi trabajaban en el espíritu de Bonis para que este no quitase a su mujer de la cabeza las fantásticas lontananzas de opulencia, debidas a la química industrial, que iban metiéndole en el cerebro el alemán y el tío.

Llegó Reyes, dio las friegas con gran ahínco, en silencio, oyendo resignado los gritos, mezclados de improperios, de su mujer, y pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi y en el final de La Extranjera, que estarían entonces cantando.

La Gorgheggi, si hubiera sido más observadora, hubiera podido aprender en aquella confesión de su adorador lo que eran los Valcárcel y adónde conducían los matrimonios desiguales.

El arabesco tocaba con la alegoría y el dibujo natural fantástico por un lado, y por el otro con el arte de Iturzaeta. En cosas así pensaba Reyes una tarde, cerca del crepúsculo, en el cuarto no muy lujoso ni ancho que Serafina Gorgheggi ocupaba en la fonda dependiente del café de la Oliva, piso tercero de la casa.

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