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Actualizado: 23 de junio de 2025
No crea usted que soy mala.... ¡Y ahora que el hallarse en pecado mortal es tan peligroso!... No, no, reconciliación, piedad, perdón, amor a todos, conciencia limpia, ese es mi tema. ¿Es cierto que ha muerto anoche mucha gente? Mucha, replicó Cordero observando la palidez que el miedo pintaba en el agraciado rostro de Genara. No me lo diga usted.... Esta tarde me voy.
Pero la persona más digna de mención entre los que visitaban a la hermosa señora era un jesuita del colegio Imperial, llamado el padre Gracián, hombre de mucha piedad y oración. Decían algunos que de la amistad del buen religioso con Genara iba a salir la conversión de esta, o sea su entrada en las buenas vías católicas.
De los informes que Cordero buscaba, nada podía darle Genara, porque nada había sabido después de la salida de su esposo enfermo y demente del hospital militar de Pamplona. La señora no pensaba más que en huir, huir de aquel azote de Dios que había empezado hiriendo a los pobres y pronto descargaría sobre los ricos. Ya había casos, sí, ya había casos de gente acomodada.
La tertulia de Genara fue el centro donde las aspiraciones de aquella gente lista empezaron a tomar cuerpo. Allí fue precisándose el sistema y haciéndose práctico. Allí se establecieron relaciones que no habían de romperse sino con la muerte y se conocieron y se escogieron, digámoslo así, los hombres. Los jóvenes tomaron de los viejos el saber astuto y estos de aquellos el desenfado y el vigor.
Un día, después de hablar con él, el jesuita pidió informes a la señora de la casa sobre aquel desconocido amigo, quizás para ver si le podía reconciliar con alguien, porque el afán del buen discípulo de San Ignacio era la reconciliación. Genara respondió: Si quiere usted ganar la palma del buen pacificador, hágale usted amigo de mi marido. ¿No se quieren bien? preguntó Gracián con astucia.
Genara se había establecido en su antigua casa, notoria tres años antes por la tertulia a que concurrían literatos tiernos y políticos maduros; pero ya en el invierno de 1833 no se abrían las puertas de aquella feliz morada para el primer poeta que viniese de su provincia cargado de tragedias, ni para los tenores italianos, ni para los abogados oradores que empezaban a nacer en las aulas con una lozanía hasta cierto punto calamitosa. El círculo era mucho más estrecho y las amistades más escogidas, con lo que ganaba en consideración la casa. Y aquí viene bien decir que la interesante señora había perdido por completo su afición a la poesía lírica (que no hay cosa durable en el mundo), y tanto caso hacía ya del prisionero de Cuéllar como de las nubes de antaño.
Palabra del Dia
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