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Actualizado: 25 de julio de 2025


Marcelo era apasionado y vehemente, todo imaginación y viveza: Luciano reflexivo y tranquilo, todo razón y calma: uno, impulsado por su fantasía, se deleitaba en las especulaciones del espíritu, poetizándolas con el encanto del misterio y prestando fe a lo que su entendimiento no alcanzaba: otro, sin más guía que la investigación y el análisis, estudiaba el carácter de los fenómenos y el origen de las cosas hasta arrebatarles sus secretos, dando solo el augusto nombre de verdades a las demostradas por la observación y la experiencia.

Los orígenes de esta escuela, según vemos en la Poética de Juan de la Cueva, alcanzan hasta la mitad del siglo XVI. Juan de Malara, natural de Sevilla y el representante más notable de ella, había escrito una comedia en Salamanca en el año de 1548, cuando estudiaba en su universidad, á la cual tituló Locusta, y fué representada por estudiantes.

Alcanzó su punto culminante cuando el señor Kimble contó lo que había visto y oído en la época en que estudiaba medicina en los hospitales de Londres, treinta años atrás, no omitiendo las anécdotas notables concernientes a su profesión, que había recogido entonces.

Pero Núñez no sentía aprensión alguna: al contrario, había simpatizado mucho con él y le estudiaba atentamente, lo mismo en lo físico que en lo moral. Pero ahora hablaron poco en los comienzos. Barragán estaba preocupado y él también, aunque por muy diferente causa. La del primero era divina: la del segundo demasiado humana.

Un frondoso tamarindo nos resguardaba de los rayos del sol mientras Belloc estudiaba, Tamayo disecaba, y yo escribía.

Por lo demás, fue el varón más fornido de la casa, y el más sano y animoso. Eligió la carrera de Derecho, y le envió su padre a la Universidad, mientras Aquiles estudiaba Teología en el Seminario, y se sabía, por lo que propalaba la familia del mejicano, que Lucrecia estaba en Mechoacán engordando a más y mejor con la alegría de ver acrecentarse, de hora en hora, el caudal de su marido.

Yo estudiaba y observaba á este personaje patriarcal con una curiosidad mayor que la que hasta entonces me hubiera inspirado ningún sér humano; pues era, en realidad, un raro fenómeno: tan perfecto y completo, desde un punto de vista, como superficial, ilusorio, impalpable, y absolutamente insignificante desde cualquiera otro.

Todos reconocían que tenía mucha disposición y que si se aplicase sería el número uno del colegio; desgraciadamente, durante el curso estudiaba poco, y sólo al llegar el último mes apretaba de firme; pero le bastaba para sacar en el Instituto tan buenas notas como el primero.

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