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Era tan hombre como los cazadores selváticos de Colmenar, gentes duras y amigas de la pólvora, que perseguían a los guardas de árbol en árbol, hasta encerrarlos en sus casuchas. La noche que el Mosco salía con escopeta y dejaba en casa el hurón, la turba de inocentes dañadores estremecíase de inquietud y de orgullo. Aquel era un hombre.

En un rincón del invernáculo, alineadas sobre un aparador, las cafeteras y teteras parecían deliberar con la solemnidad de un consejo de ancianos, chocando gravemente sus barrigas metálicas. Un cesto de lilas blancas colocado en el centro de la pieza estremecíase como un montón de nieve tocado por un remolino.

A los lados de este canal surgían inmóviles los barcos del dragado, como negras ballenas dormidas a flor de agua. Veíase el rosario oblicuo de sus enormes tanques entrando en el agua y saliendo con un chorreo de fango removido. El trasatlántico avanzaba lentamente, como si su quilla mordiese en el fondo ocultos obstáculos. Estremecíase al remover un légamo secular, venciendo ocultas resistencias.

Estremecíase éste con las burbujas acuáticas surgidas incesantemente del fondo de arena, donde crecían manojos de plantas gelatinosas, verdes cabelleras ondeantes, moviéndose en su cárcel de cristal líquido á impulsos de la corriente. Los insectos llamados «tejedores» rayaban con sus patas inquietas esta clara superficie.

Encontramos al aduanero disponiéndose a comer al amor de la lumbre, en compañía de su mujer y sus hijos. Todas aquellas gentes tenían caras pálidas, amarillentas, grandes ojos sombreados por la fiebre. La madre, joven todavía, con un niño de pechos en los brazos, estremecíase de frío cuando hablaba con nosotros. Es un puesto mortífero me dijo en voz baja el inspector.

Ante tan lúgubre cuadro, estremecíase ligeramente el cura y se iba a paso rápido y breve, sin dignarse responderme. Cuando su descontento llegaba al apogeo, me llamaba señorita de Lavalle. Este ceremonioso nombre era la más viva manifestación de su enojo, y yo sentía remordimientos hasta que le volvía a ver de nuevo con los cabellos al viento y la sonrisa en los labios.

Una noche, a fines de Abril, Rafael se detuvo en la puerta de su cuarto con el mismo temor que si fuese a entrar en un horno. Estremecíase al pensar en la noche que le esperaba. La ciudad entera parecía desfallecer en aquel ambiente cargado de perfume. Era un latigazo de la Primavera, acelerando con su excitación la vida, dando mayor potencia a los sentidos.

La huerta estremecíase de orgullo viendo cómo se perdía aquella riqueza y los herederos de don Salvador se hacían la «santísima». Era un placer nuevo é intenso. Alguna vez se habían de imponer los pobres y quedar los ricos debajo.