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Actualizado: 19 de mayo de 2025
Obdulia, que no pudo habituarse a vivir entre cajas de muerto, enfermó de hipocondría; malparió; sus nervios se desataron; la pobreza y las negligencias de su marido, que de ella no se cuidaba, agravaron sus males constitutivos.
Volviendo, al fin, los ojos hacia don Sabas, de quien me había olvidado un buen rato, porque el mismo tiempo hacía que no se cuidaba él de mí, le hallé, por las trazas, leyendo el gran libro en la misma página que yo.
Un poco más lejos estaban, reunidos en un solo plantío, erguidos sobre sus esbeltos troncos, los rosales de la Malmaison y Alejandría, que Josefina cuidaba para engalanarse luego con las rosas que ella misma había regado. Todo pronunciaba su nombre, y, por extraña casualidad, el único balcón en que había luz era el suyo.
Cuidaba y mimaba á su marido con gran cariño y él la seguía en sus idas y venidas por las habitaciones, con unos ojazos que revelaban la ternura del agradecimiento. En fin, querido planeta continuó el capitán que parecen unos novios. No sé qué diablos habrán andado en esto, pero los dos son otros, completamente. Aresti sonreía. ¿Entonces preguntó la casa de mi primo será un nido de amor?
Su casa no era un templo, ni mucho menos. Habitaba en un cuarto piso de un barrio extremo. ¿Por modestia? ¿Por coquetería? No se sabe. Las pobres gentes de su barrio no se quejaban de tal vecindad; él, por su parte, las cuidaba con tanta solicitud, que algunas veces olvidaba el portamonedas a la cabecera de su cama.
Pero andaban, a la sazón, mis pensamientos tan a flor de tierra, que no se me ocurrió elevar una súplica al único juez que podía fallar en justicia el pleito que me desvelada. »En estas idas y venidas, cuidaba mucho de no encontrarme con gentes conocidas, o de fingir que no las había visto, si el encuentro era inevitable. ¡Y cuántas de ellas vi!
Se diría que hasta para hablar, hasta para pronunciar algunas palabras, le faltaban ya bríos. Fray Miguel estaba postrado en cama y callado como muerto. Sólo acudían a visitarle en su celda el Padre Ambrosio, cuya reputación de excelente médico era grandísima e indiscutible, y el hermano Tiburcio que, ayudante del Padre, cuidaba de Fray Miguel, y le suministraba alimentos y medicinas.
Sentía en los pies, que pisaban las piedras y el lodo un calor doloroso; cuidaba de que no asomasen debajo de la túnica morada; pero a veces se veían.
Cuidaba mucho de ponerse siempre muy alta, para lo cual tenía que exagerar y embellecer cuanto la rodeaba. Era de esas personas que siempre alaban desmedidamente las cosas propias. Todo lo suyo era siempre bueno: su casa era la mejor de la calle, su calle la mejor del barrio, y su barrio el mejor de la villa.
Aquel culto fervoroso de su cuerpo, contribuía no poco a realzar y aumentar sus gracias. Como un artista toca y retoca incesantemente su obra, sin que le parezca jamás bastante acabada, así la joven esposa cuidaba de sus cabellos, de su cutis, de sus dientes, de sus manos, sin cansarse jamás.
Palabra del Dia
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