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Leídos el jueves siguiente á dicha fiesta de la Asunción, en la abadía de Belmonte, ante el reverendo abad Fray Diego de Berguén y la comunidad reunida en capítulo.

Junto á los criminales y depravados había hallado también hombres de corazón valiente, amigos cordiales, un noble jefe cien veces más útil á su país y á sus compatriotas que el virtuoso abad de Berguén, cuya vida transcurría olvidada y monótona de año en año, en un círculo mezquino, rodeado de aquellos monjes que rezaban, comían y trabajaban sosegadamente, aislados del resto de los mortales y como si en el mundo no hubiera más habitantes que ellos ni más horizontes que el de los terrenos de la abadía.

Aunque de apariencia endeble, su mirada imperiosa y enérgica recordaba que por sus venas corría sangre de famosos guerreros y que su hermano mellizo, el capitán Bartolomé de Berguén, era uno de los esforzados campeones ingleses que habían plantado la cruz de San Jorge sobre los muros de París.

"Tanto peor para vuestra salvación eterna," me dijo; y habló largamente de la gran estimación de Su Santidad por las virtudes del abad de Berguén y cómo en reconocimiento y recompensa de las mismas había resuelto el Papa conceder indulgencia plenaria á todo pecador que vistiese el hábito cisterciense y lo tuviese puesto el tiempo necesario para recitar los siete Salmos de David.

Pero Fray Diego de Berguén tenía en mucho la buena disciplina de la comunidad para permitir que ésta quedase bajo la impresión de la rebeldía triunfante del novicio; así fué que convocando nuevamente á los hermanos les dirigió una filípica como pocas, comparando la expulsión del iracundo Tristán á la de nuestros primeros padres del Paraíso, llamando sobre él los castigos del cielo y advirtiendo de paso á sus oyentes que si algunos de ellos no mostraban más celo y obediencia que hasta entonces, la expulsión de aquel día no sería la última.

aquí las cartas del abad de Berguén. No necesito pedir limosna, dijo el joven algo ofendido. Tanto mejor para vos. ¿Sabéis quién soy? No, señor. Yo soy la ley, soy el corregidor del condado y represento la justicia de nuestro bondadoso soberano, Eduardo III. Á tiempo llegáis, señor, dijo Roger inclinándose ante el personaje.

Verdad es que trabajaban de firme, porque el venerable abad Fray Diego de Berguén era tan severo con todos ellos como consigo mismo, que es mucho decir, y en su convento no se toleraban holgazanes. Mientras se reunían frailes y novicios el abad, cruzadas las manos y preocupado el semblante, recorría de extremo á extremo la gran sala del monasterio destinada á los actos solemnes.