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De trecho en trecho, el ruido producido por nuestras pisadas nos indicaba pasábamos sobre bóvedas. ¿Qué guardarán estas? ¿Dónde terminará su fondo? ¡Profundos misterios de la divina ciencia impenetrables á la humana materia! Varias veces tuvimos que pararnos á fin de cobrar aliento. Unas cuantas varas más y estaríamos en la línea del vértice.

Enclavada la nueva catedral dentro de la mezquita, y en exacta correspondencia sus pilares con las arquerías existentes, no debia ser muy dificultoso desenlazar las naves antiguas para unirlas con los mencionados pilares, ni muy espuesto el levantar las bóvedas bajas, puesto que se podian dirigir todos los empujes en el mismo sentido longitudinal haciéndolos recaer en pilares que enfilasen con las largas arquerías árabes.

Cuando llega el Corpus o la fiesta de la Virgen del Sagrario, yo sueño siempre con una gran misa digna de la catedral, pero el Obrero me ataja pidiéndome algo italiano y sencillo: asunto de media docena de instrumentistas buscados en la misma ciudad; y tengo que dirigir a unos cuantos chapuceros, rabiando al oír cómo suena la orquesta ratonil bajo esas bóvedas que se construyeron para algo más grande.

Una puerta de calle sobre dos caballetes de troncos era una mesa. Las bóvedas y paredes estaban tapizadas con cretona de los almacenes de París. Fotografías de mujeres y niños adornaban las paredes entre el brillo niquelado de aparatos telegráficos y telefónicos.

No fué todo esto mas que una ilusion; pero una ilusion funesta. No era posible, no lo es, no lo será nunca cambiar el aspecto eminentemente oriental de esta mezquita. La cruz del Redentor brillará siempre alli medio amortiguada por los vivos reflejos del mahometismo; el viajero oirá con asombro bajo aquellas bóvedas los cantos de la Iglesia.

Cuando la voz del tenor terminó la última romanza y sus lamentos se perdieron en las bóvedas apostrofando a la ciudad deicida, «Jerusalén, Jerusalén», la muchedumbre se esparció, deseando cuanto antes volver a las calles, que tenían aspecto de teatro con sus focos eléctricos, sus filas de sillas en las aceras y sus palcos en las plazas.

Como quien vuelve a la patria, Ana sintió lágrimas de ternura en los ojos. ¡Pero qué triste era lo que la decía el templo hablando con bóvedas, pilares, cristalerías, naves, capillas... hablando con todo lo que contenía a los recuerdos de la Regenta!...

Cuando ella volvía a hablarle de aburrimiento, del dolor del hastío, de la estupidez del agua cayendo sin cesar, él repetía: «A la iglesia, hija mía, a la iglesia; no a rezar; a estarse allí, a soñar allí, a pensar allí oyendo la música del órgano y de nuestra excelente capilla, oliendo el incienso del altar mayor, sintiendo el calor de los cirios, viendo cuanto allí brilla y se mueve, contemplando las altas bóvedas, los pilares esbeltos, las pinturas suaves y misteriosamente poéticas de los cristales de colores...». Poca gracia le hacía a don Fermín esta retórica a lo Chateaubriand; siempre había creído que recomendar la religión por su hermosura exterior, era ofender la santidad del dogma, pero sabía hacer de tripas corazón y amoldarse a las circunstancias.