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Una vez arreglados, coloqué los cuatro ochos, las cuatro sotas, las reinas, ases, nueves y dieces, en el orden que llevaban en la poesía. Reginaldo fue más rápido que yo en leer la primera columna y declaró que era un enredo enteramente ininteligible. Luego leí yo, y, profundamente decepcionado, me vi obligado a confesar que, después de todo, allí no se encontraba la clave.
La primera era un as; la suya un rey. Barajó y cortó. Esta vez al dummy le tocó una sota y a él un cuatro. Animose para la tercera vuelta. Le tocó a su adversario un as y sacó otra vez un rey para sí. De tres, dos dijo Jacobo en alta voz. ¿Qué es eso, Melín? preguntó Moreno. Nada. Probó después Melín la suerte con los dados, pero siempre tiró a seises y su supuesto adversario a ases.
Uno de ellos, aburrido de su inmobilidad en la movilidad del tren, propuso una partida de monte, con apuestas de menor cuantía. A falta de naipes nos rogó á todos que le diésemos nuestros billetes de trasporte, y con ellos arregló, pintando números en los reversos blancos, cuatro pares de ases, doses, treses y cuatros.
Este último argumento me pareció tan contundente, que dejando mis antiguas preocupaciones contra las cartas, resolví profesar esa nueva religión de ases y damas. Pero yo nunca había tocado una baraja francesa. Detestábalas de todo corazón.
Si jugares al reinado, los cientos, o la primera, los reyes huyan de ti; ases ni sietes no veas. Si te cortares los callos, sangre las heridas viertan, y quédente los raigones si te sacares las muelas. Cruel Vireno, fugitivo Eneas, Barrabás te acompañe; allá te avengas.
Palabra del Dia
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