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Actualizado: 10 de mayo de 2025
Y eligiendo dos o tres de las más animosas, mandoles que arrancasen una de las desiguales y vacilantes piedras de la calzada, que se movían como dientes de viejo en sus alveolos, y, alzándola lo mejor posible, la condujesen ante la puerta que les acababan de cerrar en sus mismas narices.
Tal vez cuando aumente la gente en aquellos lagos será descubierta alguna de esas bestias solitarias. Gustaba también el dueño del boliche de hacer preguntas á sus parroquianos más viejos sobre ciertos hombres misteriosos que habían pasado por esta tierra años antes, cuando acababan de ser expulsados los indios y se iniciaba la colonización.
Los trasatlánticos, al regreso de un viaje feliz al otro hemisferio, se estremecían con la sensación del peligro, y algunas veces volvían atrás. Los capitanes que acababan de atravesar el Atlántico fruncían el ceño con inquietud. Desde la puerta del Ateneo, los expertos señalaban las barcas de vela latina que se disponían á doblar el promontorio.
Al pronunciar estas palabras, me decía a mi mismo que él me había hecho perder mucho más, impidiéndome oír el resto de la conversación, porque las dos jóvenes acababan de levantar el campo. Seguí con la mirada a una de ellas, que ya me tenía cautivado. Sentía grandes, deseos de saber su nombre, y no me atrevía a preguntarlo.
Muchos de aquéllos, fatigados de admirar palmeras y caseríos blancos, acababan por volver las espaldas, refugiándose en los sitios más frescos y sombreados. Únicamente sentían verdadero interés por el país de su destino, la tierra de la esperanza, donde les aguardaba, según sus informes, la fortuna impaciente. Ellos iban a Buenos Aires.
«Deben de ser dos», pensó el Magistral, que cada vez que veía al animalucho encima sentía un poco de frío en las raíces del pelo. La noche estaba hermosa, acababan de desvanecerse las últimas claridades pálidas del crepúsculo.
La muchacha era una alcarreña de esas que acababan de llegar al mercado de criadas, y traía frescas la rudeza del pueblo, la suciedad, la torpeza de manos y de cabeza. Todo lo hacía al revés. Tenía buena voluntad, pero un aliento insoportable.
Era hermoso como los hombres primitivos que luchaban con la naturaleza hostil, con las fieras, con los semejantes, sin más auxilio que las energías del músculo y del pensamiento, y acababan por posesionarse del mundo.
Habla, hijo mío, habla elocuentemente y sin cansancio, y el mundo será tuyo. Adán lloraba silenciosamente, agradeciendo las bondades del Señor. Sus cuatro hijos acababan de recibir la dominación de la tierra entera. Sin embargo, su esposa se mostraba inquieta.
Se había encontrado en el Casino con «la Generala». Ella y Alicia acababan de reconciliarse una vez más, y para afirmar con una confidencia íntima la amistad rehecha, la de Delille le había contado su entrevista con el príncipe.
Palabra del Dia
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