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El era quien le había dado en la pila bautismal su nombre, que tanta admiración y risa despertaba en los compañeros de colegio; él quien le había contado muchas veces las aventuras del navegante rey de Itaca con la paciencia de un abuelo que relata á su nieto la vida del santo onomástico.

Aquel mismo embrión de conciencia que en el fondo de su ser, donde todos tenemos escrita desde ab initio gran parte del Decálogo, le gritaba: «no hurtarás», le dijo con no menor energía: «tienes derecho a reclamar lo que te ofrecieron». Y, obedeciendo a la impulsión, la criatura echó a correr en la misma dirección que su abuelo.

Respondiendo a los deseos del conde, mi abuelo optó por la carrera eclesiástica, en la cual, dado su natural despejo, mi padre llegaría, probablemente, a cardenal; pero mi padre no sentía afición a los cánones, y, sobre todo, el conde, que alardeaba de volteriano, dijo en seco que no.

En el centro de un grupo de corpulentos árboles se alzaba un pabellón en donde pasaban durante las calurosas horas de la canícula el abuelo y el nieto largos ratos, entregados unas veces a los ejercicios de la gimnasia y de la esgrima, otras a la lectura.

Los recuerdos que despertó repentinamente en mi imaginación esta espantosa confesión, me confirmaron su exactitud. Había oído contar veinte veces á mi padre, con una mezcla de orgullo y de amargura, el rasgo de la vida de mi abuelo á que se hacía alusión en ella.

¿Y cómo lo sabrían? replicó el viejo chantre con cierto desprecio . Pero mi abuelo hizo la librea de los grooms de ese señor Cliff que vino a edificar las caballerizas de las Gazaperas. Son caballerizas cuatro veces más grandes que las del squire Cass, porque Cliff sólo pensaba en caballos y en cacerías.

Y hablo así, porque no avisaremos á nadie nuestra llegada; que, de lo contrario, bien podríamos asegurar que allí tenemos al padre alcalde, y no sólo al padre, sino al abuelo y al bisabuelo....., dado que conocemos en Salamanca al Sr.

Vestía el joven el uniforme de gala de capitán de artillería, y el viejo, decrépito y encorvado, el de almirante de la Armada, con todo el pecho lleno de cruces: era el duque de Algar, abuelo y padrino en aquella ocasión del joven marqués que iba a cubrirse.

Sólo de un modo se solemniza. Gran coche de alquiler, decentemente regateado, pero más gran familia: seis personas coge el coche a lo más. Pues entra papá, entra mamá, las dos hijas, dos amigos íntimos convidados, una prima que se apareció allí casualmente, el cuñado, la doncella, un niño de dos años y el abuelo, la abuela no entra porque murió el mes anterior.

Chupándose el dedo y en actitud meditabunda permaneció allí unos instantes, hasta que la misma falta de los dos cuartos acostumbrados le descubrió un rayo de luz: ¡su abuelo le había prometido otros dos si le avisaba cuando la señora se quedase en la capilla después de oída la misa!