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Actualizado: 15 de julio de 2025


Julián levantó el pie muy asustado, y el marqués se bajó recogiendo del suelo un libro delgadísimo, encuadernado en badana verde, del cual pendía rodado sello de plomo. Tomólo Julián con respeto, y al abrirlo, sobre la primera hoja de vitela, se destacó una soberbia miniatura heráldica, de colores vivos y frescos a despecho de los años. ¡Una ejecutoria de nobleza! declaró el señorito gravemente.

¡Estoy podrido de dinero! repitió como si se quejase . Tengo más de lo que necesito... Puedo hacer locuras, si es mi gusto. Luego miró por primera vez á su segundo frente á frente. En cuanto á ti siguió diciendo , he pensado lo que debes hacer... ¡Toma! Le dió un sobre cerrado, y el piloto, maquinalmente, intentó abrirlo. No; no lo abras por ahora.

En el fondo de la gaveta de la derecha encontró el comisario un estuche en forma de libro forrado en terciopelo negro, y cerrado con una minúscula llave: ya iba a abrirlo, cuando el Príncipe dio un paso hacia él, diciendo: Ese es un libro de memorias... el diario de su vida...

En un viejo reclinatorio de nogal había hecho yo un altar, donde rezaba mucho. Teníalo cerrado por las noches, y al abrirlo por las mañanas, al ver mis santos y mis imágenes, me parecía tener allí un pedazo de cielo. Aquel día fué muy triste para , porque tuve que desclavar mi altar del sitio donde estaba, y muchos santos se me rompieron, dejando en el mueble el pedazo por donde estaban pegados.

Mientras el tío Frasquito buscaba en vano otro agujero y decidíase, no encontrándolo, a abrirlo él mismo disimuladamente con un cortaplumas, una gran sombra apareció en el fondo de la escena, deslizándose muy despacio, con el cuerpo agobiado, los pies arrastrados, la mano extendida... Era Diógenes, el cínico Diógenes, que al ver a los tres personajes pegados al telón, vueltos de espalda y puestos en cuclillas, detúvose un momento, dejando escapar una risa silenciosa, risa de chacal, risa de hiena, que de verla el tío Frasquito hubiera sentido erizarse los pelos e su peluca.

La mente de D. José caía en un mar de confusiones, hundiéndose más a medida que veía más objetos, ya de lujo, ya de comodidad. Iba a seguir emitiendo juicios muy filosóficos sobre aquella revolución próxima, cuando Miquis acertó a ver el piano. Verlo, correr hacia él, abrirlo, hojear los papeles de música, y dar con su dura mano un acorde en la octava central, fue cosa de un instante.

Amén agregó doña Inés, más devota que burlona. Para servir mejor a mi Dios continuó el fraile, permitidme que me retire a mi habitación... No tenéis por qué incomodaros acompañándome, joven duque; yo conozco el aposento que me destináis y puedo ir solo y abrirlo, con la gracia de Dios, llave que abre todas las puertas. Buenas noches. Buenas noches, padre repuso a coro la compañía.

Repentinamente una exclamación de sorpresa y, volviendo el rostro, me encontré cara a cara con el Padre Montero, mi antiguo condiscípulo, a quien no había visto en cinco años. Fungía de Sacristán mayor de la Catedral y llevaba un manojo de enormes llaves, pues era hora de cerrar el templo, para volver a abrirlo a las tres de la tarde.

El pestillo crujió de nuevo mientras tanto; indudable era que el vecino lo echaba o descorría, y como natural era suponerlo echado, podía muy bien sospecharse que intentaban abrirlo. La puerta, charolada con gran primor, no presentaba agujero ni resquicio alguno que permitiera la vista.

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