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¿Cuál es la diferencia, digo ahora, de que la mujer salga también de su casa para asistir o tomar parte en un miting político donde se trata de las necesidades públicas o de la conveniencia de eligir a éste o a aquél funcionario? ¿Qué peligros puede haber para la virtud o pureza de la mujer en que ella se interese en los asuntos públicos que afectan al bienestar de las familias, puesto que la mujer en cualquier estado de su vida ocupa siempre una posición dentro de la familia? ¿Por qué ha de considerarse que la mujer dejará en las zarzas de la política la flor de sus encantos si oye a un orador político ella que está acostumbrada a oir sermones o, si el caso se presenta, pronuncia ella misma un discurso expresando su opinión sobre algún asunto de interés para la familia, sobre la necesidad de remediar ciertos males sociales o sobre la conveniencia de recoger a niños abandonados o desválidos?

La mujer instruída no se ha transformado en la marisabidilla, la fatua criatura forjada por la imaginación de algunos, ni siquiera ha perdido ninguno de sus encantos femeninos porque razone y discuta con el hombre sobre toda clase de materias; antes bien, a causa de ello, parece que encontramos en ella mayor gracia y encanto, porque nos comprende mejor y sabe hacerse comprender mejor.

La educación política, lejos de perjudicar los encantos naturales de la mujer los realzará, a mi juicio, por la misma razón y motivo que la educación actual de la mujer moderna le ha dado otros encantos que no poseía la mujer antigua.