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Luis obligó al aperador a que le guiase, a pesar de sus protestas, y todos le siguieron. Cuando la alegre banda entró en la gañanía, la vio casi desierta. La noche era de primavera y los manijeros y el arreador estaban sentados en el suelo, cerca de la puerta, viendo el campo que azuleaba silencioso bajo la luz de la luna.

Describían en los pueblos la campiña de Jerez como un lugar de abundancia, y las familias confiaban al manijero las hijas apenas entradas en la pubertad, pensando, con una avidez sin entrañas, en los reales que traerían recogidos después de la temporada de trabajo. El arreador de Matanzuela y algunos del corro, que eran manijeros, protestaron.

Algunas de las muchachas, al recobrar la razón después de la embriaguez de aquella noche, se habían ido a la sierra, no queriendo permanecer en el cortijo. Apostrofaban a los manijeros, guardianes de confianza de sus familias, que habían sido los primeros en aconsejarlas que siguiesen al señorito.

Sólo quedaban los gitanos y las bandas de muchachas que bajaban a la escarda confiadas a la vigilancia de sus manijeros. El amo recibía con satisfacción estos informes. No le gustaba divertirse teniendo a la vista a los jornaleros, gentes envidiosas, de corazón duro, que rabiaban con la alegría ajena y andaban después propalando los mayores embustes.

El fuerte olor del vino derramado y de los platos sobrantes caídos en un rincón, mezclábase con el hedor de petróleo de los quinqués. Las muchachas, enrojecidas por la digestión, respiraban con dificultad y se aflojaban los cuerpos de sus vestidos, desabrochándose el pecho. Lejos de la vigilancia de los manijeros y trastornadas por el vino, olvidaban sus remilgos de vírgenes silvestres.

Los manijeros, conmovidos por el vino del amo, que no había hecho más que despertar su sed, intervenían paternalmente con el pensamiento puesto en otras botellas. Podían ir con don Luis sin miedo alguno: lo decían ellos, que eran los encargados de cuidarlas y respondían de su seguridad ante sus familias. Es un cabayero, muchachas, y además, vais a cenar con estas señoras. Toos personas decentes.

Las hembras eran sumisas; la debilidad femenil las hacía temer al arreador y se esforzaban en su trabajo. Los manijeros, agentes reclutadores, bajaban de la montaña al frente de sus bandas empujadas por el hambre.