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Julián, entre embelesado y afligido, seguía con la vista el arreglo de las azules flores en los tarros de loza, el movimiento de las manos enflaquecidas al través de las hojas verdes. Notó que caía sobre ellas una gota de agua, gruesa, límpida, no procedente de la humedad del rocío que aún bañaba las hortensias.

Desperté temprano, como es mi costumbre, y desde el lecho empecé a admirar de nuevo el grato aspecto de mi balcón florido: las hortensias, con sus esferas de azul y rosa; las azáleas y geránios, con sus variados tonos de rojo y blanco; mas ¿qué era esa flor maravillosa, en el centro de todas, en la cual no había yo reparado la víspera?

Como soy ignorante en botánica, no podré decir con exactitud qué plantas eran las que tan profusamente lo adornaban, pero me parece que las que crecían en el viejo bote de petróleo eran azáleas, y estoy seguro que había hortensias en una barrica, geránios en varios cacharros desportillados, y «no-me-olvides» en una lata de sardinas.

Instintivamente nos habíamos acercado a la ventana, pues la puesta de sol prometía ser hermosísima aquella tarde. Las gárgolas y demás partes salientes de la enorme catedral tenían ya perfiles de fuego, y las copas de los árboles de la plazoleta y hasta las hortensias de mi balcón empezaban a teñirse de carmín. Súbitamente, mi compañero dió un grito de sorpresa.

En el suelo había una cesta llena de hortensias y rama verde, destinada al adorno de los floreros; Nucha empezó a colocarla con la destreza y delicadeza graciosa que demostraba en el desempeño de todos sus domésticos quehaceres.