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¡Ya lo creo! ¡Reclamar la viudedad... ella... causa de la muerte del digno magistrado! Sería indigno. Indigno. Y ya no está bien que viva en el caserón de los Ozores. Claro, porque aunque se lo regaló su esposo, según dicen, él fue quien se lo compró a las tías de Ana, y no con bienes gananciales, sino vendiendo tierras en la Almunia. Sea como sea, ella no debía vivir en esa casa.

En suma, don Jacinto se casó con la marquesita y de pobre hidalgo que era se transformó en rico señor titulado; pero en cierto modo pudo seguir llamándose pobre de espíritu, porque poseyó la riqueza como si no la poseyese; cuidó de los bienes cuantiosos de su mujer, más como celoso administrador que como propietario y dueño de ellos; y a su muerte, que no fue tardía, porque murió a los trece años después de la boda, había acrecentado de tal manera el caudal de la casa con su tino y su economía, que de la parte de gananciales que a él tocaba pudo dejar y dejó cerca de tres mil ducados de renta a cada uno de sus cuatro hijos.

Don Ramón consintió al fin en doblar la cantidad, pero a condición de que tal excedente se dedujese en su día de los gananciales atribuidos a su esposa en el caso de que falleciese antes que él. Corrían ya los días precedentes de la boda. Se habían cambiado los regalos y Araceli había recibido de la sociedad elegante y de la que no lo era un bazar completo de bisutería.

En una época tal, el convento de las Descalzas Reales tenía una gran influencia. La abadesa era un gran personaje. Era sobrina, aunque lejana, del duque de Lerma, noble y rica. Había aportado un rico patrimonio procedente del dote y de las gananciales de su madre, y del tercio y quinto de su padre al convento. En el mundo se había llamado doña Angela de Rojas. Era rica.