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Si el Cantó soltaba un domingo un interminable relato sobre la falsedad de las mujeres y lo caras que cuestan al hombre por su afición a los trapos, Margalida le respondía al otro domingo con un romance doblemente largo criticando la vanidad y el egoísmo de los hombres, y la turba de atlotas coreaba sus versos con cloqueos de entusiasmo, reconociendo la gloria de una vengadora en la muchacha de Can Mallorquí.

La carcajada de los atlots atrajo su atención, adivinando confusamente algo hostil para su persona. ¿Qué decía aquel cordero rabioso?... La voz del cantor, su pronunciación campesina y los continuos cloqueos con que cortaba los versos eran poco inteligibles para Jaime; pero lentamente fue dándose cuenta de que el romance iba dirigido a las atlotas que desean abandonar el campo, casándose con caballeros, para lucir los mismos adornos que las señoras de la ciudad.

Aquel relato glorioso había traído á su memoria los árboles genealógicos de los reproductores de la estancia. El alemán era un pedigrée, y con este apodo le designó en adelante. Sentado, en las noches veraniegas, bajo un cobertizo de la casa, se extasiaba patriarcalmente contemplando á su familia en torno de él. La calma nocturna se iba poblando de zumbidos de insectos y cloqueos de ranas.

Al cerrar la noche iban acudiendo por distintos caminos los del cortejo, unos en grupos, canturreando con acompañamiento de relinchos y cloqueos, otros solitarios, haciendo vibrar en su boca el zumbido del bimbau, un instrumento compuesto de dos laminillas de hierro que gruñía como un moscardón y les hacía olvidar la fatiga de la marcha. Venían de muy lejos.