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Y fue que hallándose departiendo el marqués y el general, momentos antes de sentarse a la mesa, y paseándose a lo largo del salón contiguo al comedor, y estando la porfía en lo más candente, es decir, sosteniendo el segundo que todas las desventuras de España procedían de la incapacidad y de los desaciertos del ministro de la Guerra y de todos sus antecesores, y templando el primero sus crudezas con reposadas y campanudas reflexiones sobre el necesario «concurso de las fuerzas vitales del país» y «el engranaje de la máquina gubernamental», de pronto le faltó la palabra precisa; valiose de otra menos propia y muy mal pronunciada; esparciese sobre el sonrosado color de su rostro un tinte lívido; lanzó un áspero quejido por su boca, que se torcía por momentos, y reviré los ojos; y a no haberle recibido el general entre sus brazos, hubiera dado el pobre marqués con su oronda humanidad en el santo suelo.

Ni aun en estos críticos instantes podía el ayudante prescindir de aquella retórica anticlerical que acostumbraba a usar, y de sus frases campanudas. A cada una acompañaba un garrotazo. Los clérigos, no pudiendo sostener su rabioso empuje, volvieron grupas, y emprendieron desaforadamente la carrera.

Pero Teresa, aunque daba por muy acertadas todas las palabras de su amiga, asustábase ante la suposición de tener que reñir al marido por su conducta. ¡Ah, si ella tuviera una persona que se interesase por su suerte y la de la casa, qué gran favor le haría encargándose de sermonear a aquel hombre que, a pesar de sus bigotazos y sus palabras campanudas, se dejaba engañar como un niño! ¡Qué obra tan caritativa lograr que aquel hombre alejado de los afectos de la familia volviese a ser buen padre y buen marido!

Su estilo poético, particularmente en muchas de sus obras, se distingue por su gongorismo extremado, por su hojarasca, por su obscuridad afectada, por sus contrastes sin gusto y por sus frases retumbantes y campanudas.