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Se han inventado anécdotas acerca de mi frialdad y de mi indiferencia. Una vez, un juramentado de Filipinas vino a , con el yatagán levantado, a cortarme la cabeza; yo le miré y bostecé de fastidio.

Pocos son los que viajan en alta mar y pocos en el fondo: casi siempre se mantienen en la orilla acechando alguna presa. A menudo, mientras están aguardando que bostece la ostra para almorzársela, el mar se hincha, apodérase de ellos, se los lleva rodando. En este momento el peligro está en su armadura: sólida, sin elasticidad, recibe todos los golpes en seco, rudamente.

Entonces, satisfacciones del Lujo, regalos del Amor, orgullos del Poder, todo, todo lo gocé con la imaginación, en un instante y en un solo sorbo. Mas luego una gran saciedad me fué invadiendo el alma, y sintiendo el mundo a mis pies, bostecé como un león harto. ¿De qué me servían por fin tantos millones, sino para traerme, día por día, la desoladora afirmación de la vileza humana?

En fin, tirando el sombrero sobre la nuca, estirando la pierna, empinando el vientre, bostecé formidablemente. Mucho tiempo rodé así por la ciudad, bestializado en un goce de Nabab. Súbitamente, un brusco apetito de gastar, de disipar oro, vino a llenar mi pecho como una ventolina que hincha una vela. ¡Pára, animal! grité al cochero. El coche se paró.