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Aquellos celajes tan diáfanos, tan puros, no eran signos de la tempestad que él temía... Ya está usted obedecido le dijo , en todo y por todo. ¡Si viera usted qué bien me encuentro ahora! Siento hasta calor, y he cobrado fuerzas... Pero huelo a ron que apesto... Lo peor es que no puedo manejarme a mi gusto, porque estoy lo mismo que un bebé: en envolturas. Además, el capuchón por encima.

Y se decía: «¿Qué me importa ser aquí esclavo y oler a botica que apesto, si en otra parte soy dueño del más hermoso imperio, árbitro de la voluntad más digna de ser rendida, y me aguarda lecho de rosas y de aromas, que no si serán orientales, pero que enloquecen?».

De Pas notó el cambio. ¿Me haces el favor de leer lo que dicen estas letras borradas?... yo no veo bien. De Pas se acercó y leyó. ¡Chico apestas!... ¿qué has bebido? Don Fermín irguió la cabeza y miró al Obispo sorprendido y ceñudo. ¿Que apesto? ¿por qué? A bebida hueles... no a qué... a ron... qué yo. De Pas encogió los hombros dando a entender que la observación era impertinente y baladí.

Finalmente, también llegó a aburrirse la regia planchadora de ejercer un mando tan despótico; que la mujer, como dicen los que filosofan acerca de ella en las mesas de los cafés, es más feliz dejándose dominar que dominando. El pobre Miguel la cansó y apestó de tal manera, que vino a cobrarle verdadero aborrecimiento.