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Actualizado: 22 de julio de 2025


En el mar estamos como en el paraíso terrenal. No existe la vergüenza decía el capitán. He conocido á una señora que al averiguar que el barco hacía agua subió á cubierta desnuda y estuvo hablando con nosotros sin taparse siquiera el pecho con las manos. Sobre cubierta, debajo de un toldo, veíase la mesa bien abastecida de manjares y botellas.

El capitán del primer Almirante, el socio de Vicente Pinzón, el compañero de Juan de la Cosa, el jefe de Américo Vespucio, veíase cada vez más olvidado. Era un desconocido para aquellos mozos que llegaban de España, pasando junto a él sin reconocer sus canas y sus méritos.

Á la derecha del camino, en el punto donde cruzaba el arroyo, veíase un informe montón de piedras, acaso un antiguo túmulo, que desaparecía casi por completo bajo los brezos y helechos.

El viento aleteando con violencia sobre los cristales. Y la casa silenciosa, lóbrega, sucia, resonando de vez en cuando con los paseos lentos, acompasados, de su padre. Veíase más tarde en Lancia estudiando la segunda enseñanza, hospedándose en casa de un clérigo del mismo temperamento y costumbres que su padre.

Al través de las toscas rejas veíase la vasta pradera, en declive, que habían recorrido, iluminada por la luz nocturna. Abajo estaba limitada por algunos árboles, cuyas copas oscuras contrastaban con el césped bañado de resplandor. Allá, a lo lejos, blanqueaba la cima de una montaña en el vapor luminoso.

Muchas veces, Jaime, siendo niño, se había asomado para contemplarse allá abajo, en la pupila circular y luminosa de sus aguas dormidas. La calle estaba solitaria. Al final de ella, junto, a las tapias del jardín de los Febrer, veíase la muralla de la ciudad, y abierto en esta muralla un portalón con barrotes de madera en su arco, iguales a los dientes de una boca enorme de pescado.

Llegados a la plaza de Antón Martín pisamos terreno revolucionario: veíase una muchedumbre de paisanos trabajando con afán en levantar una formidable barricada; patrullas y grupos de hombres armados entraban y salían en la plaza por sus bocacalles; las casas estaban fortificadas.

En el fondo de las callejas ya era de noche. Purpúreo reflejo bañaba en lo alto las almenas de la muralla, prestando un rubor de coral al tronco de uno que otro pino en los huertos. La ventana de una casa frontera acababa de alumbrarse, y veíase ir y venir, por delante de la luz, la sombra de un hidalgo que rezaba sus Horas.

La puerta del camarote estaba cerrada, y otra vez la rozó con tímido llamamiento. Veíase luz por el ojo de la cerradura y la pequeña claraboya abierta sobre el marco. A la voz interrogante que sonó al otro lado de la madera, Fernando repuso, para hacerse conocer, con una leve tos y un murmullo discreto.

Febrer contemplaba su imagen, sombra transparente, de flotantes contornos por el estremecimiento de las aguas, a través de la cual veíase el fondo del mar con lácteas manchas de arena y bloques obscuros desprendidos de la montaña que se habían cubierto de costras vegetales.

Palabra del Dia

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