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Actualizado: 20 de junio de 2025


Pasada la vadera, volvía a subir el terreno, que era un inmenso lastral como los montes áridos que le servían de fondo, particularmente hacia la izquierda.

Al fin resultó que bajábamos; y esto lo noté cuando me vi en terreno un poco más abierto y despejado: una espaciosa rambla que terminaba en una vadera por la que corrían hacia el Nansa, aún no visto por , los acumulados tributos que le pagaban los montes de aquella vertiente.

Pasada la vadera, no tomarnos, como esperaba yo, el camino que conduce directamente al Puerto, sino otro por el estilo a la derecha; y montes y colladas van, tajos y barrancas vienen; aquí siguiendo la cuenca del río, allá perdiéndola de vista, y siempre subiendo o bajando de risco en risco, de pueblo en pueblo, vi a lo lejos el principal del valle de Promisiones en que radicaba el solar de mi abuela paterna, y llegamos, al cabo de dos horas de caminata, a un ancho desfiladero entre dos montañas que parecían, por su grandeza, no caber en el mundo.

Pasados el puerto y los desfiladeros inmediatos, y rezada en la ermita del otro lado de la vadera la Salve de costumbre, logré ver a la luz del sol de media tarde, el resto del camino hasta Tablanca, por el que siempre había pasado de noche; el cual no me pareció tan profundo ni tan peligroso como yo le había imaginado entre tinieblas.

Según Chisco, nos faltarían, para terminarla, tres cuartos de hora; el camino, «por el arte» del que habíamos andado entre el Puerto y la vadera; pero siempre bajando hasta la misma puerta de casa, lo cual «era una ventaja», porque se andaba ello solo «tan guapamente». Además, mi caballo se le sabía de memoria, y con dejarme llevar por él, estaba «al cabo del negocio».

Es mucha la devoción que la tienen los tablanqueses y todos los habitantes de los pueblos comarcanos; y su fiesta, en el mes de agosto, de las más concurridas y celebradas de todas las de aquella región. La imagen tiene una leyenda que no me habían referido ni Chisco ni don Sabas, y conocí por Neluco mientras volvíamos a ponemos en marcha, descendiendo hacia la vadera.

Recuerdo que el sonido de las herraduras de los caballejos y el de los tarugos de Chisco sobre las lastras de la subida, juntamente con el murmullo de las cristalinas aguas de la vadera, no me impresionaba en el espíritu, sino en el cuerpo: me daba frío. Hasta tal punto llevaba yo pervertidas las sensaciones por obra del tedio y del cansancio.

También madrugamos aquel día, y no poco, y también nos amaneció cerca del santuario próximo a la vadera, y también saludé a la Virgen, siguiendo el ejemplo que me dio Neluco, rezándola una Salve en latín.

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