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Actualizado: 20 de septiembre de 2025
Sí, yo soy respondió la anciana labradora, con voz reposada . Vengo a hablar con usted, Juan Claudio... ¿Ha salido Luisa? Está en casa de Magdalena Rochart pasando la velada. Muy bien. Catalina dejó caer el capuchón sobre el cuello y fue a sentarse al lado del banco. Hullin la miraba fijamente y le encontraba algo extraordinario y misterioso que le extrañaba.
En aquel momento un golpe terrible sacudió los parapetos de arriba abajo: oyose una voz ronca que gritaba: «¡Ay, Dios mío!» Luego, un ruido sordo a unos cien pasos de distancia, y un abeto se inclinó lentamente y cayó al abismo. Eran los efectos del primer cañonazo; había cortado las piernas al anciano Rochart.
Hemos traído al pobre Rochart a la ambulancia, Juan Claudio. ¡Ah!, ¡qué dolor! Sí, ¡qué dolor! Hubo un momento de silencio; luego la satisfacción del jefe, sobreponiéndose a todo, le hizo exclamar: La cosa no tiene nada de alegre; pero, ¿qué quiere usted?, son consecuencias de la guerra. Y vosotros, ¿no tenéis nada? No, estamos los tres sanos y salvos. Tanto mejor, tanto mejor.
Pero a medida que trepaban se les rechazaba a culatazos y caían en sus propias filas como un pedrisco. En tal ocasión, pudo preciarse el ejemplar comportamiento del anciano leñador Rochart. El solo hizo rodar por tierra a más de diez hijos de la vieja Germania; los cogía por debajo de los brazos y los arrojaba al camino. Materne tenía la bayoneta viscosa de sangre.
Cuando Materne, sus hijos y Rochart atravesaban el obscuro pasillo alumbrado por la luz de una linterna, oyeron a la izquierda un grito que les heló la sangre en las venas, y el leñador, medio muerto, exclamó: ¿Por qué me traéis aquí? No quiero, no... No consentiré que me hagan nada. Abre la puerta, Frantz dijo Materne con la frente cubierta de un sudor frío ; ¡abre pronto!
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