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En adelante, la obediente y virtuosa niña jamás olvidó el precepto materno, y cada mañana y cada tarde tomaba el espejo del lugar en que estaba oculto, y miraba en él, por largo rato e intensamente. Allí veía la cara de su perdida madre, brillante y sonriendo. No estaba pálida y enferma como en sus últimos días, sino hermosa y joven.

No volveré, pues, sobre ello, siquiera por el vulgarísimo precepto de non bis in ídem. Imposible me sería analizar con detención todas y cada una de las partes de este libro. Y ya que he dicho con franqueza cuál es la opinión que sobre él he formado, séame permitido ocuparme de algunos de los variadísimos tópicos que han merecido la atención del autor.

Tenía aventajado talento de púlpito el Padre Joseph, y por esto se le había encargado predicase sobre las virtudes de su grande apóstol San Francisco Xavier á un lucido y numeroso auditorio en la ciudad de Córdoba, en el día de la fiesta del santo, que aquí se guarda de precepto; mas el Padre, á quien resultaba no poca honra de aquella función, la quiso convertir toda en provecho propio; por tanto, subiendo al púlpito; se volvió al Ilmo.

¡Eso es!... Con una diferencia para : que en un caso hay un verso de «Víctor Hugo»... y en el otro la expresión sincera de un hombre de corazón. ¿Y qué tiene que ver todo eso con los señores maquinistas? dijo Ricardo burlescamente. ¡Que es frecuente encontrar en gente de baja condición social conceptos y formas que impresionan más que el mejor precepto editado por el más campanudo moralista!

Hasta entonces D. Joaquín, según Rafaela le hizo notar y comprender, no había creado riqueza alguna: no había hecho más que dislocar la de los otros, absorbiéndola y acumulándola por medios ingeniosos, más o menos de acuerdo con la moral, pero que no infringían el menor precepto de los códigos. En esto se empeñó y consiguió Rafaela que D. Joaquín cambiase de método y conducta.

Para cumplir con el precepto del sábio, nil admirari, se necesita estar en el pleno egercicio de sus facultades, y haber contraido cierto hábito de dominar sus sentidos, siempre propensos á fascinar, y á engañarse. ¡Cuan distantes estaban los conquistadores de América de este estado de sosiego! Para ellos todo era motivo de arrebato.

Y él había asentido. ¿Por qué había asentido? ¿No había sido sincero en ese momento? Y si la había dado sinceramente la razón; si había acogido sin segunda intención su precepto, ¿no debía perdonar en ese trance? Al no perdonar era porque entonces no había sido sincero: ¡había fingido para ganársela, para vencerla! ¿De qué debía acusarse: de la pasada hipocresía o de la debilidad presente?

No bastaba una conferencia para curar un alma, ni acudir con enfermedades viejas y descuidadas era querer sanar de veras. De todo esto se deducía racionalmente, aparte todo precepto religioso, la necesidad de confesar a menudo. No se trataba de cumplir con una fórmula: confesar no era eso.

La argolla no tiene la virtud de convertir á los malvados. La argolla no es un poder humano, un poder moral; mata, no educa. Pues ¿de dónde procede la religiosidad del pueblo francés en atemperarse al precepto público? Sobre esto dirémos despues unas cuantas palabras.

Y aún me parecería mayor el imperio del precepto si se le aplicase, colectivamente, al carácter de las sociedades humanas. Acaso oiréis decir que no hay un sello propio y definido por cuya permanencia, por cuya integridad deba pugnarse, en la organización actual de nuestros pueblos.