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¿Era este paisaje el mismo que habían contemplado los concurrentes al Casino? Ahora flotaban sobre él vaporosos velos de brumas, y aquella tierra normanda color verde de esmeralda pálida, sin horizontes, humedecida por la niebla, parecía salida, como en las primeras edades del mundo, de las ondas y del caos.

La belleza lujuriosa y agradable, á veces vulgar, de la linda campiña normanda, desaparece, y por Granville, por el peligroso Saint-Michel-en-Grève, se pasa de un mundo á otro. Granville es de raza normanda, pero bretón en su fisonomía.

Es aquello todavía la costa normanda, pero es el mar bretón, ese mar inolvidable, «cautivador de almas» según la justa expresión de un poeta ignorado, mar acariciador y terrible, dulce y suave como el terciopelo, claro y transparente como el cristal o rugiente y amenazador, erizado de picos monstruosos y de insondables cráteres. ¡Qué hermoso es esto, madre, qué hermoso!

Saint-Pair, la Villa Blanca, el mar bretón, la campiña normanda, la Brecha de los Ingleses, la capilla de Santa Ana, ¿era todo eso un sueño, una ilusión, una quimera? Liette estaba a veces por preguntárselo. Un balido quejumbroso y una cabeza rizada que se apoyó en su falda, respuesta indirecta a su pregunta, arrancáronle un suspiro involuntario.

Y mientras cantaban la frase normanda allez, marchez! allez, marchez! sonreían á sus respectivos adoradores de las butacas con tanta desfachatez que don Custodio, despues de mirar al palco de la Pepay como para asegurarse de que no hacía lo mismo con otro admirador, consignó en la cartera esta indecencia y para estar más seguro, bajó un poco la cabeza para ver si las actrices no enseñaban hasta las rodillas.

La magnífica raza normanda, en los cantones en que se ha mantenido pura ó donde ha conservado el color rojo, el extraño rojo de la Escandinavia, no tiene la menor relación con la tierra que ocupa por acaso. En la Bretaña, por el contrario, sobre el suelo geológico más antiguo del globo, sobre el granito y el sílex, se pasea la raza primitiva, un pueblo también de granito.

Entre este tormento y este goce, se hallaba tan absorto en mismo, que nada del exterior atraía sus miradas. No veía la campiña normanda huir ante sus ojos en la opulencia de sus ricos cultivos, ni notaba la atención hacia él de una joven que viajaba en el mismo compartimiento. ¡Qué le importan los campos fértiles y las lindas mujeres! La intensidad de su amor lo apartaba de todo.

Evitó aficionarse a ella mientras la creyó condenada a muerte; pero desde el momento en que le pareció que se instalaba en este mundo, le abrió su corazón de par en par. Los más próximos vecinos de la casa eran la señora Vitré y su hijo. En poco tiempo se convirtieron en los amigos más íntimos. La baronesa de Vitré era una normanda refugiada en Corfú con los restos de su fortuna.

De la encantadora campiña normanda, el pobre joven no vio nada; toda su atención era atraída por las voces alegres y las risas que salían del otro carruaje; además, estaba atormentado por lo que podía hablar el feliz Martholl, inclinándose con tanta frecuencia hacia María Teresa.

Para llegar a este resultado trató de concentrar todo su poder de evocación sobre los meses de verano, durante los cuales Huberto la había conquistado, en la alegría de aquella playa normanda tan propicia para el flirt. Pero desgraciadamente, el estado de su espíritu no se prestaba a las reminiscencias alegres; no se armonizaban con su tristeza.