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En su profunda enervación moral y en su aislamiento desesperado, Juana, casi sin defenderse, dejábase arrastrar por esa fascinación que ejerce casi siempre sobre las de su sexo, la insistente persecución de un hombre. Sentíase poco a poco presa de vértigos de las continuadas y sabias evoluciones que el señor de Monthélin describía en torno suyo.

La condesa se retiró al fin muy contenta de su campaña y no tenía por qué no estarlo, pues por la primera vez, desde muchos meses atrás, se ocupaba Juana de otro hombre que no fuese Monthélin. Había comprendido muy bien lo que la señora de Lerne le había dicho con insinuaciones y palabras solapadas, a saber, que tenía en su hijo Jacobo un admirador fervoroso.

Fue, pues, para la señora de Maurescamp una verdadera contrariedad que en su primera visita hallase en su casa tan poco atractivo, y sobre todo, que se encontrase con Monthélin instalado bajo un pie de intimidad casi comprometedor.

Encontrose allí con Monthélin, acomodado cerca del fuego. El señor de Monthélin, que tenía ya demasiado con la presencia de Toby, se exasperó tanto al ver a de Lerne que perdió su sangre fría ordinaria; persistió contra todas las conveniencias en prolongar indefinidamente su visita, a tal extremo, que de Lerne tuvo que tomar el partido de retirarse el primero, aunque hubiese llegado el último.

Al mismo tiempo sintió Juana que el brazo de Monthélin rodeaba su cintura. Despertose como de un sueño, levantose y rechazándole violentamente exclamó: ¡Ah, mi pobre señor! Si supieseis qué mal momento habéis elegido. No había como equivocarse sobre el acento de su voz y la expresión de su semblante, el sentimiento que la animaba era claramente el del desdén más frío e implacable.

El señor de Monthélin manifestó que su duelo con de Lerne le inhibía de aceptar la misión que quería confiársele. En consecuencia, el señor de Maurescamp pensó en otro de sus amigos, el señor de la Jardye, igualmente miembro del Círculo, y a quien Hermany fue a buscar en una sala contigua. El señor de la Jardye gustaba mucho de las ocasiones que le permitían darse importancia.

Desde el invierno que siguió a la estadía de las dos amigas en Douville, no quedó duda de que el señor de Monthélin miraba a la señora de Maurescamp como una presa ya casi segura. Viósele estrechar su amistad con su marido, al mismo tiempo que estrechaba el círculo de sus operaciones alrededor de Juana.

Era una mujer, una anciana, la condesa de Lerne; madre de Jacobo de Lerne, que había sido herido en duelo, algunos años antes, por el señor de Monthélin. La señora de Lerne había sido siempre una mujer sin principios, pero sin malevolencia, aunque muy espiritual. Tenía el buen sentido de no haberse hecho mogigata, después de haber sido una coqueta.

El señor de Monthélin, que en su estrategia alrededor de la señora de Maurescamp, esperaba hacía mucho tiempo esa hora fatal con una paciencia y asiduidad felinas, juzgó que había llegado al fin. Después de algunos instantes de conversación banal, a la cual Juana prestaba una atención distraída y lánguida, acercó su silla al confidente donde estaba recostada y,

Así fue como Toby, cual si estuviese en el complot de la señora de Lerne, contribuyó a su-buen éxito con su humilde contingente. Después de aquel estreno comprendió Monthélin que una escena de amor era imposible. Limitose, pues, aquel día a tocar ligera y melancólicamente lo concerniente al amor, y resignose a acariciar a Toby, puesto que no podía ahogarlo.