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Actualizado: 8 de mayo de 2025


En la parte del corredor que había de recorrer el Viático, mandó que se pusieran las niñas que lucían pañuelo de talle, y como no tuvieran velas, ordenó que se les diesen.

Los más viejos y tradicionalistas se vestían lo mismo que sus remotos abuelos, con largos caftanes de colores fuertes y rayados. Las mujeres, cuando no imitaban las modas europeas, lucían un traje pintoresco que hacía recordar la indumentaria española de la Edad Media. No eran únicamente cambistas ó comerciantes, como en el resto de la tierra.

Basta dijo ella al cabo de algunos minutos. Ya tenemos bastantes flores. Ahora sólo falta ponerlas en los jarrones. Y con Delaberge se encaminó hacia un emparrado, bajo el cual había algunas sillas de junco y una mesa; encima de ésta lucían sus brillantes colores dos pequeños jarrones llenos de agua. Entonces comenzó el delicadísimo trabajo de arreglar los ramos.

Había caído la niña de Luzmela en una languidez insana y penosa. Todo su cuerpo apabilado se desmadejaba en trágico abandono. En sus ojos divinos ya no lucían ensueños ni ilusiones, ni en sus labios había sonrisas gloriosas, ni aleteaba en su pensamiento el ave azul de la esperanza.

Bellísimos adornos, también de yeso, guarnecían los vanos de puertas y ventanas: los primeros en forma de arrabáa, haciéndose extensivos á las enjutas, en cuyos centros lucían escudos familiares ó áureas con cabezas de damas y guerreros, mientras que en las segundas aparecen adornadas en forma de marco.

Dijéranlo, si no, sus compañeras de glorias y fatigas mundanas, Sagrario y Leticia: más invernizas y deshojadas que ella iban poniéndose, miradas a buena luz, y aún triunfaban y lucían y se consideraban a lo mejor del camino, soñando, porque volvían la espalda al invierno que las espantaba, que corrían hacia la primavera.

Sus ojos negros, brillantes, lucían mejor con este traje, lo mismo que sus cabellos de azabache. Había alzado las mangas del vestido y mostraba al descubierto unos brazos mórbidos y mejor torneados de lo que pudiera esperarse de su corta edad.

Luego todos los portugueses, eclesiásticos y seculares, que entonces residían en Roma. Luego los parientes del Embajador, todos en caballos que ostentaban ricos jaeces. Eran los jinetes más de sesenta hidalgos, que lucían sedas y encajes, collares y cadenas de oro y de piedras preciosas, y en los sombreros, cubiertos de perlas, airosas y blancas plumas.

Veía una ciudad fantástica, con suntuosos palacios como los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con espejos que reflejaban millares de luces, hermosas señoras que lucían sus flores; y tal era la intensidad de la imagen, que hasta creía haber visto todo aquello en otros tiempos, tal vez antes de nacer.

En las grandes fiestas de su casa, o en otras semejantes fuera de ella, era donde los donaires de su ingenio y la pimienta de su natural desenfado se derramaban en mayor abundancia y lucían en todo su ponderado alcance.

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