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Con razon esclama un inspirado poeta al contemplar su grandeza: Empieza una nueva luna; ¡oh que por la gracia de Dios imperas, dime quién es capaz de sobrepujar tu gloria ! Verdaderamente se inaugura tambien para el arte una nueva era de progreso y esplendor bajo la proteccion de este Augusto de los califas: la arquitectura arábigo-bizantina llega por su impulso al cenit en su atrevida carrera: la elegante y rica ornamentacion neo-griega acaba de cubrir los garbosos lineamientos latino-pérsicos, á la razonada distribucion del ornato se agrega la magnificencia y gala de los colores y esmaltes, de los estucos y mosáicos, de los nuevos procedimientos introducidos en Córdoba por los artistas de Constantinopla, que con habilidad mágica convierten la dura pasta del vidrio y de los metales en deslumbrador brocado de oro y terciopelo . Llegó ya la época de cultura y grandeza que habian soñado Abde-r-rahman II y Al-hakem I, y que ellos á pesar de su ardiente anhelo no habian podido disfrutar por no consentírselo las indómitas razas cristianas.

Vinieron luego las pequeñas infidelidades y los pequeños desencantos, sufridos sin reproche, perdonados sin restricción, que no lograron derribar el ídolo de aquella alma enamorada, manso río sin borrascas, arpa eolia en que hasta los mugidos del huracán se transformaban en suspiros... Después vinieron las grandes ofensas, y a poco los terribles descubrimientos de vicios enormes, que brotaban como setas monstruosas bajo el aspecto de seductor de aquel esposo adorado; de inclinaciones depravadas, pasiones indómitas, costumbres disolutas e innumerables defectos, que nacían y vivían en su alma como en la carne podrida los gusanos asquerosos.

Corred, corred: no permitais con la tardanza que su Dios les ayuda: el nuestro nos puso las armas en los brazos i la constancia en los corazones. Libres somos i libres serémos, aunque nos amenacen los árabes con cadenas, porque nuestro esfuerzo va á arrancarlas de sus manos para luego oprimir con ellas sus indómitas cervices.

Corre, corre a lo lejos, ¡oh corcel de mis versos! y en los aires restallen tus indómitas crines, que allí hay flores más regias y celajes más tersos, y a tus nuevos escapes más abiertos confines... ¡Va el corcel de mis versos! Y azotando sus ancas con la tralla flamígera de mi audaz fantasía, llego, al fin, a unas tierras ideales y blancas; llego, y beso entre auroras a la musa del día...

La luz del candil y los reflejos de la lumbre arrancaban destellos a la hojalata limpia, al barro vidriado de las cazuelas del vasar, y la temperatura se suavizaba, se elevaba, hasta el extremo de que el señor Rosendo se quitase la gorra con visera de hule, descubriendo la calva sudorosa, y la niña echase atrás con el dorso de la mano sus indómitas guedejas que la sofocaban.