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Actualizado: 21 de julio de 2025
Todo se explicaba: la tristeza persistente de Juan durante su permanencia en Etretat, sus vacaciones acortadas, y su retirada a Bohemia donde se había refugiado para huir de ella, sin duda... Juan, mi pobre Juan murmuró, ¡cuánto va a sufrir! Miró otra vez con gratitud su propia imagen, causante de la explosión de pesadumbre que había presenciado.
En cuanto a ella, la decisión de su amigo de la infancia, la turbó un poco. No comprendía cómo la permanencia en Etretat no le era agradable. Pero, sin indagar más allá, no vio en esto más que la aversión del joven hacia la vida social.
El ingenioso Alfonso Karr, que escribió la historia recién salida de los labios de aquella mujer, tuvo el exquisito tacto de no cambiar ni una sola palabra de su narración. Etretat no es precisamente lo que llamamos un puerto.
Juan lo abrió, presintiendo que venía de Etretat; leyó: «Tengo necesidad de ti, ven inmediatamente, esperamos. Aubry.» Juan quedó estupefacto. ¿Para qué podían necesitarlo? ¿Por qué llamarlo así bruscamente? ¿El señor Aubry habría recaído en su enfermedad? El laconismo del telegrama lo alarmaba. ¿Volver a Pervenche?... era un sufrimiento moral superior a sus fuerzas.
Jamás he sentido tanto pesar en dejar un sitio. No vaya usted a creer que es a causa de las diversiones de la playa; es usted, exclusivamente usted quien me retiene. De estos días pasados a su lado conservo tal impresión de encanto que no quiero salir de Etretat sin que usted me autorice a verla en París lo más pronto posible. La señora de Chanzelles ¿querrá recibirme? ¿se lo preguntará usted?
Señor, en París, yo permanezco en mi casa los miércoles, de cuatro a siete. Espero que usted nos demostrará su amistad yendo a vernos de tiempo en tiempo. Martholl agradeció y se retiró, acompañado de las dos jóvenes que, en Etretat, habían tomado la costumbre de conducir a los visitantes hasta la puerta del parque.
El placer que sentía por la declaración oída, se avivaba por el hecho de que quien la había pronunciado poseía una sonrisa seductora y unos ojos persuasivos. Volvió a ver también, oprimiendo su mano, una mano larga y blanca adornada con un curioso anillo antiguo. ¡Me gusta! murmuró. Poco a poco todos abandonaban a Etretat. En el Casino, en la playa, no se veía sino alguno que otro bañista.
A Juan lo contrarió mucho este aviso; habría deseado no mezclarse en el movimiento social durante su estancia en Etretat; pero juzgó que sería poco cortés rehusar la invitación, y contestó que no faltaría. Algunos momentos antes de la hora señalada, Juan, de vuelta de un paseo solitario, por la orilla del mar, leía en su cuarto. Al oír el aviso de Bertrán, cerró su libro con resignación y bajó.
Cuando se hubieron reunido a las personas tranquilas que habían preferido pasar la tarde a la sombra, bajo los manzanos de la huerta, declararon que no tenían la intención de volver tan temprano a Etretat, que querían comer en Saint Jouin, y bailar después en la vasta pieza alfombrada de césped. Esta sala, llena de muebles antiguos, es una de las curiosidades artísticas de la hostería.
En el mismo instante, la joven, sonriendo, tomó el brazo que le ofrecía Martholl, y entonces Juan se lanzó a las espesas sombras del jardín, para no ver más nada. Los días que siguieron al paseo por Saint Jouin fueron para Juan largos y penosos. Para emplear el tiempo, tomaba su bicicleta y recorría cada día, a toda velocidad, los alrededores de Etretat.
Palabra del Dia
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