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Traspuso la puerta, cruzó un patio lleno de pilas de lingotes de hierro, y entró en una nave larga y anchurosa, iluminada por ventanales tras cuyos vidrios empañados se adivinaban muros ennegrecidos, montones de carbón, chisporroteo de fraguas, y altas chimeneas que en nubes muy densas lanzaban a borbotones el humo pesado y polvoriento de la hulla.

Durante las horas de clase conservaba a veces la misma postura reservada y atenta, sin mover un músculo, sin pestañear, empañados los ojos por una telilla opaca al modo del segundo párpado de los lagartos. Y de aquí que le apodasen Aligator.

Y sufría sin embargo lo indecible al sentirse ya incapaz de ser buena, incapaz de resistir la influencia maligna, aquella influencia que ya, durante su infancia, la había aterrado alguna vez: así cuando Raquel, empañados por el llanto los hermosos ojos verdes, se defendía de sus golpes despiadados cubriéndose la cabeza con las manecitas abiertas.

Las mañanas en el jardín, los paseos en el invernadero, las tardes del lluvioso otoño pasadas tras los balcones del gabinete mirando estrellarse y correr las gotas de agua por los empañados vidrios; las horas en que sentado a un extremo de la mesa veía trasparentarse al fondo de sus pupilas azuladas toda la ternura de su alma, le hacían gozar de una manera tranquila, sin que su propia naturaleza varonil le llevara a pensar en otros halagos ni promesas.

Dos días después, casi a la misma hora en que había acaecido la fatal escena, falleció la infeliz señora, que ni aun en la hora de la muerte apartó sus ojos empañados del rostro de Ventura. La familia Belinchón se refugió en Tejada para vivir a solas con su dolor, durante algún tiempo. Doña Paula fué llorada como lo merecía, por su magnánimo esposo.