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Maese Alfredo L'Ambert, antes de recibir el golpe fatal que le obligó a cambiar de narices, era, sin duda alguna, el notario más notable de Francia. En la época aquella contaba treinta y dos años; era de elevada estatura, y poseía unos ojos grandes y rasgados, una frente despejada y olímpica, y su barba y sus cabellos eran de un rubio admirable.

Medio valle gozaba aún de los últimos esplendores del día, y allá detrás de la iglesia de San Juan, a espaldas de un molino, medio escondido entre los platanares y los «izotes», en la curva más ancha y despejada del Pedregoso, los últimos rayos del sol trazaban una estela de plata, que partía de un foco esplendoroso, cuyas poderosas irradiaciones lastimaron mis pupilas.

El señorito es un adolescente de tez blanca, sonrosada, de facciones puras y correctas como las de un Apolo, los ojos de un azul muy claro, la frente despejada, quizá demasiado despejada, y la boca pequeña, quizá demasiado pequeña. Á no ser por el bozo incipiente que mancha su labio superior, sería su rostro el de una dama y no mal parecida.

Después de saludarse afectuosamente, subieron al carruaje, y éste comenzó a rodar por las calles silenciosas con áspero traqueteo. Cuando salieron por la puerta de Toledo, comenzaba a rayar el día. Al llegar a Carabanchel ya estaba claro. Durante el trayecto, el general y Merelo no cesaron de hablar de política. La mañana despejada.

Estas prodigiosas conquistas de la paciente y despejada muchacha le prestaron desde luego confianza en misma, y pudieron darle mucha honra, ella entendiese que la necesitaba; mas apenas le dieron material provechoso, que era de lo que más necesidad tenía. Pensaba doña Inés que no había mejor ni más espléndida paga que su afecto.