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Actualizado: 11 de junio de 2025


En la hoja, algo roñosa, se podía deletrear, aunque con trabajo, la inscripción grabada en uno de sus lados: Pro Fide et Patria, Pro Christo et Patria, Pro Aris et Focis, Inter Arma silent Leges.

Era la atenta educadora que le hacía balbucir sus primeros pater, deletrear las primeras sílabas, trazar los primeros palotes. La que dirigió el desarrollo de esa inteligencia en capullo, planta frágil y preciosa entre todas, cuyas ramas inclina ella, como tutora vigilante, hacia la Belleza, hacia el Bien, hacia la Verdad.

Quizás estaba aprendiendo á deletrear bajo la direccion del diácono Alcuino cuando ideaba la restauracion de las artes y de las ciencias en Europa, y fundaba por inspiracion de aquel sabio eclesiástico, denominado en su siglo el Santuario de todas las artes liberales, las primeras academias y escuelas que conoció la Francia de la edad media.

El espíritu era digna joya de tal estuche: quebradizo, avinagrado y herrumbroso. Daba compasión contemplar aquel ser que parecía un castigo providencial de ciertas injusticias y flaquezas de sus padres. Más que un niño enfermizo, era un enano decrépito. Por razón de su miserable naturaleza, nada se le había enseñado; así es que, contando ya más de quince años, no sabía deletrear.

Durante siete noches consecutivas de once a una de la mañana, momento en que remitía la fiebre, y con ella el delirio he permanecido al lado de María Elvira Funes, tan cerca como pueden estarlo dos amantes. Me ha tendido a veces su mano como la primera noche, y otras se ha preocupado de deletrear mi nombre, mirándome.

Era el primer día en que aquella mujer, para dar gusto á su hijo, comenzó á deletrear con el alma el idioma de la Naturaleza; y de improviso habíale dirigido aquel idioma palabras tan misteriosamente conmovedoras que penetraron al fondo de su corazón. Declinaba la tarde: el ave marina rezagada aguzaba sus remos, ansiosa de llegar á tierra y á su nido.

A los quince años, la niña sabía apenas deletrear. El arte de la labor le era desconocida. Su séquito de dueñas, antes la servía para mantener en torno suyo el aparato ceremonial, que para custodiar su persona; y como su padre pasaba tanto tiempo en la corte, Beatriz gobernaba el solar a su antojo, cual infanta levantisca.

Es el predilecto del sol que le da fuego fecundo, del mar que siempre le arrulla enriqueciéndole con el coral y la perla. »El idólatra de algufia no ha abierto aun los ojos: la Iglesia le educa y ya le enseña á deletrear con su dedo ; pero el sucesor del Profeta ha gozado las delicias del saber y mojado el labio en las límpidas aguas de la elocuencia y de la poesía.

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