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Actualizado: 19 de julio de 2025


Tal sinceridad había en su acento, que de buena gana Cristeta se hubiese dejado comer a besos, si no temiera que la precipitación malograse su plan. Se limitó a mirarle con dulzura, respondiendo: ¿Pues qué clase de mujer crees que soy? ¿de las que estabas acostumbrado a tratar?

Hecho lo cual, arrojó sobre la mesa el palitroque, murmurando: «¡Quien tal hizo, que tal pague!» ¿Lo tenéis por inverosímil? Pues sois tacaños. ¿Os parece demasiado? Es que no habéis sentido los embriagadores halagos de Cristeta. ¿Fue arranque de hermosísima liberalidad? Tampoco.

El último diálogo fue casto. A las siete de la mañana, después de haber pasado la noche en triste honestidad, don Juan se retiró a su cuarto. En el instante de separarse la abrazó y besó mucho, sin que Cristeta experimentara emoción. Fue despedida de manos quietas. Ella, al quedarse sola, se tiró llorando sobre la cama.

Sobre la consola había un santo bajo fanal, dos floreros de loza con ramos de mano y varias fotografías; el retrato de la condesa con galas de baile, haciendo pareja a éste el de Cristeta en traje de teatro, el del conde a caballo y, por último, los de Manolo e Inés, él con capa y ella con mantilla de casco.

Y en lo más íntimo de su alma hizo acopio de rencor, y se juró que si la suerte, la casualidad o su propia astucia se le mostraban favorables, tomaría de don Juan espantosa venganza. Capítulo X En que ocurre el más grave y deleitoso suceso de esta historia Don Juan resolvió triunfar de Cristeta, empleando medios extraordinarios.

Cristeta era un caso enteramente distinto. Sus encantos físicos podían calificarse de excepcionales.

Quiso entonces persuadirse de que no estaba cautivo de una idea fija, de que el fantasma de Cristeta no le había sorbido la voluntad, y determinó visitar a cualquiera de aquellas antiguas conocidas suyas, y de otros, siempre dispuestas a representar papel de Danae no por una lluvia de oro, sino por unos cuantos duros.

Don Juan ¡parece mentira que sea el hombre capaz de tal perversidad! aprovechó la ocasión, se acercó de puntillas a Cristeta, y arrojándose en sus brazos dijo en voz muy queda, casi, y sin casi, pegando los labios a la linda oreja de su amada: Perdóname, no lo que me hago. Lo grave fue que, en lugar de desasirse en seguida, siguió agarrado a ella.

Cristeta tenía que salir con el pelo suelto, corpiño liso, muy escotado, de raso azul eléctrico, zapatos de lo mismo, nada en los brazos y en las piernas mallas hasta la cintura; es decir, desnuda: porque aunque de sus carnes sólo habrían de verse el escote y brazos, todas las líneas y prominencias del cuerpo quedaban de manifiesto.

Lo confieso; me hace daño... hasta sufro viniendo aquí a verla a usted, y, sin embargo, vengo... y seguiré viniendo mientras no comprenda que mi presencia la enoja. Más claro, agua: pero estaba dicha la cosa de tal modo, que, aun suponiendo que Cristeta recibiera disgusto, no podía manifestarlo.

Palabra del Dia

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