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Se le pusieron delante libros de actas, presupuestos, pólizas, planos, expedientes, una selva oscura que le hizo perder la noción del tiempo y la del espacio.... Se creía en el aire, en un aquelarre. Le zumbaban los oídos.

Andrajosos vestiglos amenazándola con el contacto de sus llagas purulentas, la obligaban, entre carcajadas, a pasar una y cien veces por angosto agujero abierto en el suelo, donde su cuerpo no cabía sin darle tormento. Entonces creía morir.

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La verdad es que el señor de Maurescamp, que era sumamente celoso, no estaba disgustado de una circunstancia que creía ser una garantía para su hogar.

Sólo la convicción del fracaso; la tristeza de haber creído en una dicha que él mismo se forjaba engañándose, y un profundo desgarrón en su dignidad, el arañazo del ridículo en que había vivido durante varios años, que él creía los mejores de su existencia. Vagó todo el día por Biarritz como un sonámbulo.

Clotilde declaró que había muchas reputaciones usurpadas en el mundo y que una de ellas era la suya, pero que en esta ocasión creía estar en lo firme.

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Creía que pronto estaría buena, decía que estaba ya mucho mejor, aunque acaso tardaría en encontrarse otra vez fuerte del todo.

Incorporose para expresar con mímica más persuasiva un argumento que se le había ocurrido y que creía de gran fuerza: «Vamos a ver, señora. ¿A que la dejo callada ahora?, ¿a que, sabiendo usted tanto como sabe, no me devuelve esta?». ¿Qué? Esta razón. Vamos a ver.