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Actualizado: 4 de mayo de 2025


Sólo diré algo en defensa de la alboronía, por haberse burlado de ella un agudo escritor, amigo mío, y por habernos suministrado la ciencia moderna un medio de justificarla, y aun de probar, o rastrear al menos, que la antigua cocina cordobesa fue una cocina aristocrática o casi regia, que ha venido degenerando.

Para adquirir el concepto total de la cordobesa es menester estudiarla en sus diferentes clases y estados: desde la gran señora hasta la mujer del rudo ganapán, desde la niña hasta la anciana, desde la hija de familia hasta la madre o la abuela; y verla y visitarla, ya en la antigua y espléndida capital del Califato; ya en la Sierra, al Norte del Guadalquivir, abundante en minas y en dehesas selváticas y esquivas; ya en la campiña ubérrima, donde hay lugares populosos y hasta lindas ciudades, y donde la riqueza, el bienestar y la cultura son mayores.

Las puntas superiores de las cañas, con que se entretejen aquellas rejas o verjas, suelen tener por adorno sendos cascarones de huevo o lindos y esmaltados calabacines. Las abejas y las avispas zumban y animan el patio durante el día. El ruiseñor le da música por la noche. En el invierno, la cordobesa tiene buen cuidado de que plantas de hoja perenne hermoseen su habitación.

Con la cocina, con el guiso diario, hay muy distinto proceder. Una señora cuidadosa y casera tendrá cuenta con lo que se guisa, irá a la despensa, dará órdenes: pero el verdadero guisar queda enteramente al cuidado de la cocinera. De aquí lo decaído del arte. La cocina cordobesa fue, sin duda, original y grande.

No poca gente de Castilla pudiera ir por allá a aprender a hablar castellano, ya que no a pronunciarle. Sin adulación servil aseguro que la cordobesa es, por lo común, discreta, chistosa y aguda. Su despejo natural suple en ella muy a menudo la falta de estudios y conocimientos. Sus pláticas son divertidísimas. Es naturalmente facunda y espontánea en lo que dice y piensa.

El editor de esta obra tuvo la bondad de encomendarme, un siglo ha, uno de sus artículos; y yo, como es natural, elegí la cordobesa, por ser la provincia de Córdoba donde he nacido y me he criado. Mi extremada desidia me ha impedido hasta ahora cumplir mi palabra de escribirle.

Si el ama de la casa goza de algún bienestar, resplandecen en dos o tres chineros el cristal y la vajilla; y en hileras simétricas adornan las paredes de la cocina peroles, cacerolas y otros trastos de azófar o de cobre, donde puede uno verse la cara como en un espejo. La cordobesa es todo vigilancia, aseo, cuidado y esmerada economía.

Es más: sin esta síntesis no es posible el artículo, porque yo no voy a pintar a la cordobesa muerta, parada, estacionaria, inerte, fósil, sino a la cordobesa viva, en movimiento, en desarrollo, en progreso; desenvolviéndose, no con prestado impulso, sino según las leyes propias de su gran ser y de su rico y generoso organismo.

Veo que me encumbro demasiado, y voy a descender y a hablar con más llaneza, dejando los raptos filosóficos para mejor ocasión. Hoy se me presenta la cordobesa a la vista tal como es, mientras que la memoria me la retrae tal como era treinta o cuarenta años ha.

Semejantes extremos son raros, por fortuna. La cordobesa no es coqueta, sino muy prudente y sigilosa, y a nadie compromete. Aunque sea de la más humilde condición, acostumbra a desahuciar al paciente enamorado, hablando de su honor, como las damas calderonianas.

Palabra del Dia

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