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Aún nos ofrecen tus antiguos códices la fórmula inmortal de la Belleza, y tus filtros y alquimias prodigiosos del humano dolor la panacea. No morirás jamás en este suelo que ilumina tu luz. Quien lo pretenda ignora que el castillo de mi raza es de bloques que dieron tus canteras. Casa de España, Olimpo de las Artes, Templo del Porvenir, ¡bendita seas!

Jagor en sus Viajes por Filipinas, en los que, hablando del trayecto de Majayjay á Lucban, dice: «El camino va siguiendo hondos barrancos de bloques basálticos por la falda del Banajao. La vegetación ofrece una magnificencia indescriptible. A las tres horas de marcha se llega á Lucban, rico pueblo situado al NE. de Majayjay.

Para llegar a la isleta del cenador había un puente de piedra de fábrica suntuosa como todas las demás antiguas construcciones, pero igualmente deteriorado; el piso, formado por grandes bloques de granito, alguno de los cuales se había desprendido. En torno de la derruida columnata crecían algunas acacias y todo lo demás invadido por la yerba y la maleza.

El humus fecundo, la temperatura tropical, la humedad que manaba por todas partes, habían cubierto estas laderas de prodigiosa vegetación. Surgía de la tierra amontonada entre los bloques negros, de las grietas y oquedades de la piedra, como si ésta tuviese en aquel paisaje maravilloso un poder de fecundidad.

Llegaban los peones fatigados por el trabajo de romper los bloques arrancados por el barreno, de cargar los pedruscos en las vagonetas, de arrastrarlas hasta el depósito de mena y volverlas á su primitivo sitio.

Casi toda la pieza desaparecía bajo la gruesa capa de muletillas y bordados de oro formando flores con piedras de color en sus corolas. Las hombreras eran pesadísimos bloques de áureo bordado, de las que pendían arambeles del mismo metal. El oro se prolongaba hasta en los bordes de la pieza, formando compactas franjas que se estremecían a cada paso.

La vista de los obreros que manejaban los bloques incandescentes y los arrastraban fuera del taller, pareció volverle á la realidad. Saltaban en torno de ellos las moléculas del acero ígneo, como moscardones de mortal picadura. Llevaban los pies cubiertos de trapos, y tenían que sacudirlos con frecuencia para librarse de las mordeduras del metal.

A medida que se hace la ascensión del Mayon va desapareciendo la vegetación, hasta que, por último, se entra en la zona de las muertas cenizas. De allí, solo aridez, solo precipicios, solo lagos de movedizas arenas, salpicados de ennegrecidos bloques. En las cavidades de las masas basálticas habita el más terrible de los reptiles.

Ennegrecidas y sudorosas las piedras por la humedad, brillaban cual si fuesen bloques metálicos. La vegetación tropical movía las anchas manos de sus hojas goteantes. Hundíase la cascada en una pequeña laguna, corriendo después, espumosa y susurrante, por los pendientes canalizos entre las peñas.

Me acerqué a un muro del castillo, que tenía grabado un elefante, y, siguiendo la visual del ojo, vi que entre dos grandes bloques de piedra se veía en aquella hora la sombra de una peña afilada, colocada a orillas del río. El vértice de la sombra caía en aquel momento al pie de un árbol de argán. Aquél me pareció el sitio mejor para enterrar los cofres.