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Este ruido sacó al otro comensal de su ensimismamiento: era el gitano. ¡Francia, Blasillo! palabra ¡es un digno país! ¡País de hospitalidad! dijo Blasillo apurando un segundo vaso de champaña. El gitano miró, inclinó la cabeza hacia atrás recostándola sobre los cojines del diván, y soltó una carcajada. Y de la libertad continuó Blasillo en el mismo tono.

Bien, Blasillo, fue un pequeño acceso de libertad, corto y rápido, que la santa alianza detuvo prontamente con un poco de pólvora de cañón. ¡Hermosa victoria! porque tus compatriotas que no tiran jamás sobre un hombre que lleva un crucifijo, tuvieron que bajar sus armas ante las cruces, los pendones y los religiosos que precedían al ejército francés, y se arrodillaron ante el enemigo como al pasó de una procesión.

Un buen emir me recogió con mi hermana y me envió al colegio, porque hay más instrucción y más colegios en Alejandría que en todas las Españas, Blasillo. Le creo a usted, comandante. Aprendí allí la lengua francesa, el español, la ciencia de los números, el arte náutico. Salí de allí hecho un buen marino. ¡Y que lo diga usted!

En medio de ellas atravesó Blasillo la calle hasta que llegó a una enorme verja de hierro detrás de la cual había un viejo de larga y cadavérica cara, cubierto con una especie de gorro amarillo, que encuadraba de una manera extraña su horroroso rostro. BLASILLO. Tarda usted mucho, buen hombre, y ya sabe usted, sin embargo, que las balas llueven sobre los cristianos en esta maldita calle.