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Actualizado: 27 de mayo de 2025


Ese gachó se lleva toas las parmas esta noche. Era el capitán Chivo, un gitano cantaor que había llegado por la mañana del mismísimo París, fiel a la disciplina militar, para ponerse al frente de sus soldados. Faltar a este llamamiento del deber era renunciar al título de capitán que ostentaba el Chivo en todos los carteles de los music-halls de París donde cantaba y bailaba con sus hijas.

Con despecho, noté que Pablo bailaba a menudo con Blanca y que a mi me invitaba pocas veces y sin mucho entusiasmo ni insistencia. Redoblé mi coquetería para atraer su atención; pero poco se le importó. Su corazón y su mente estaban lejos de mi, y me arrinconé en un ángulo de la sala, negándome rotundamente a bailar más.

Al día siguiente era domingo y se celebraba en las Escuelas el baile acostumbrado de todas las semanas. Se bailaba por la tarde, de tres a siete. El salón era espacioso, construído hacía pocos años para escuela de niños. Los bancos de éstos se amontonaban en la plataforma destinada al maestro. Las paredes estaban tapizadas de carteles.

Bailaba con la ingenuidad, con el desinterés, con la casta desenvoltura que distingue a las mujeres cuando saben que no las ve varón alguno, ni hay quien pueda interpretar malignamente sus pasos y movimientos. Ninguna valla de pudor verdadero o falso se oponía a que se balancease su cuerpo siguiendo el ritmo de la danza, dibujando una línea serpentina desde el talón hasta el cuello.

Cantaba o recitaba mil antiguas leyendas en verso de las edades divinas, de héroes y semidioses: de la venida de Europa a su isla, del furor amoroso de Pasifae y del triunfo y de la perfidia de Teseo. Y bailaba aún, según ella aseguraba, la misma ingeniosa danza que Dédalo compuso para la princesa Ariadna de las trenzas de oro.

Luego, en compañía de su amigo, se dedicó á correr las diferentes casas «de alegría» existentes en la ciudad. En todas ellas se bailaba la zamacueca, llamada en el país la chilenita.

Bailaba al son de sus instrumentos, obstruyendo el camino, y se negaba á obedecer á la fuerza pública cuando ésta pretendía alejarla del Hombre-Montaña. Todos querían tocarle después de haberle visto. Se subían sobre sus zapatos, se metían en el doblez final de sus pantalones.

Los zapateros frecuentaban todos ó la mayor parte de los sitios de recreo de los marinos, por lo mismo que éstos, dondequiera que los hallaban, los abrasaban á epigramas y los acribillaban á burlas de todos géneros. De aquí la tirria que se profesaban y los bofetones que se sacudían. En las sociedades á las que, como se ha dicho, concurría alguna vez el marino, no bailaba ni enamoraba.

Las vacas, al ver aquellos intrusos bajar apoyando los pies cerca de sus cuernos, sacudieron con susto las cadenas que las sujetaban. El establo se hallaba bastante oscuro; sólo por las grietas de la puerta y por un ventanillo que la pared tenía penetraban algunos delgados hilos de luz, en los cuales bailaba el polvo. Andrés no sabía ordeñar; Rosa , y desde luego se dispuso a hacerlo.

Bien ajena que la viese ningún profano, puesta la mano en la cadera, echada atrás la cabeza, alzando de tiempo en tiempo el brazo para retirar la gorrilla que se le venía a la frente, Amparo bailaba.

Palabra del Dia

hociquea

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