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-Prosigue, Sancho amigo, y no desmayes -le dijo don Quijote-, que yo doblo la parada del precio. -Dese modo -dijo Sancho-, ¡a la mano de Dios, y lluevan azotes! Pero el socarrón dejó de dárselos en las espaldas, y daba en los árboles, con unos suspiros de cuando en cuando, que parecía que con cada uno dellos se le arrancaba el alma.

Anochecía, seguía lloviendo, los mozos de servicio encendían dos o tres luces de gas en el salón, y Quintanar conocía por esta seña y por el cansancio, que le arrancaba sudor copioso, que había hablado mucho; sentía entonces remordimientos, se apiadaba de Mesía, le agradecía en el alma su silencio y atención, y le invitaba muchas veces a tomar un vaso de cerveza alemana en su casa.

Apoyó luego la cabeza en las rodillas, y así estuvo largo rato, fumando con los ojos fijos en el mar. Se adivinaba que iba á decir algo interesante, algo que arañaba el interior de su frente pugnando por salir. Al fin habló con lentitud, sin dejar de mirar al golfo. De vez en cuando se arrancaba de esta contemplación, para fijar los ojos en Ulises, midiendo el efecto de sus palabras.

Trabajaba, cortaba los árboles, cogía naranjas y arrancaba las ramas de los granados cuyos rojos frutos se abrían al sol. Por la mañana, corría con la escopeta al hombro para matar algunos zorzales o papafigos; por la noche, leía con su madre, que fue su profesor y la nodriza de su espíritu.

Todos los años, pues, a fines de noviembre, después de las primeras nieves, volvía el loco con su cuervo, lo que arrancaba siempre gritos de desesperación a Wetterhexe. ¿De qué te quejas? decía Yégof instalándose tranquilamente en el mejor sitio . ¿No vivís vosotras en mis dominios? Demasiado bueno soy, pues soporto a dos valkyrias inútiles en el Valhalla de mis antepasados.