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¡Hija, ten un poco de educación! añadió por lo bajo ásperamente, tratando al mismo tiempo de alargar la mano con disimulo para darle un pellizco corroborante. Presentación separó las piernas instantáneamente y soltó una carcajada que puso más nerviosa y más arrebatada a su mamá. Vivían ambas en constante guerra. Sus genios eran igualmente vivos.

Después que hubo descansado unos momentos el magnate, bajó a comer en traje de tiqueta. Cosío lo mismo. Don Rosendo había cambiado la hora española de comer por la francesa. Al verle entrar de aquel modo, la familia se turbó. Sin duda Belinchón, su hijo y su yerno habían dado una pifia no poniéndose el frac. Venturita se lo hizo notar ásperamente a su marido en voz baja.

Por último, la hacía situarse en una ventana de la fachada lateral de la casa para impedir que ninguno orinara en el rincón donde los transeúntes solían hacerlo. Un día vino el cochero a decirle que una de las yeguas estaba en el celo. Tanto se indignó que, después de haber reñido ásperamente por la osadía de notificarle tal asquerosidad, mandó inmediatamente venderla.

Las mujeres se miraron al oír las últimas palabras del diálogo, dichas ásperamente, sorprendiéndoles la novedad de que allí se riñese por cosas de política; Millán fue a ponerse al lado de Leocadia; don José calló, tratando de hallar medio de variar la conversación, y Tirso permaneció de pie ante el balcón, como desafiándoles a todos y dispuesto a reanudar la disputa.

Aterrados de tantas dificultades los gentiles se volvieron atrás y lo mismo hubieran hecho no pocos de los cristianos, si la Madre de Dios, en cuya gloria redundaba el buen suceso de aquella empresa, no se hubiera aparecido á uno de los más desanimados, y reprendiéndole ásperamente de su poco ánimo y la falta de fidelidad á lo prometido á Dios.

Todas las mañanas, en efecto, al entrar las operarias en los talleres, al encontrarse en el camino, solían, urbanas y rurales, invectivarse ásperamente y dirigirse homéricos insultos, ni más ni menos que si fuesen las avanzadillas de los dos partidos enemigos que presto iban a encender la guerra civil. ¡Vaya, que es buen madrugar de Dios, hijas! ¿Venides a caballo del Sol?

El antiguo cabecilla le escuchaba con visible impaciencia y, frunciendo el torvo entrecejo, solía contestarle ásperamente: Anda adelante y no te detengas en pataratadas. ¡Pataratadas! El cura de Peñascosa calificaba así los extravíos de una conciencia, los dolores del remordimiento.