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Tuve ocasión de observar los termómetros, señalando 12° centígrados en algunas madrugadas. En Manila la temperatura fluctúa en todo el año, entre los 22° á 33°. Estas cifras señalan una grandísima desproporción, tanto más de notar, cuanto que de un punto á otro solo hay unas 22 leguas.

Había muchos y muy lindos, pero entre todos predominaba una rica colección de barómetros y termómetros de todas formas y tamaños. Los amigos habían comprendido, con admirable instinto, que nada puede interesar tanto a unos recién casados como la observación atenta de los fenómenos meteorológicos.

La iglesia, el convento y el tribunal. Dos cuadros. Un cocinero municipal y una mestiza tendera. Aguas constantes. Higrómetros y termómetros. Frío. Las frondas del gran Banajao. Artes y oficios. La niña, la hermana y la madre. Tejedoras. Petacas y sombreros. Música fuerte y música débil. Fray Samuel Mena. El pretil del convento. La campana de las ánimas. Cofradías. La guardia de honor de María.

La latente humedad que originan las intermitencias de calórico y agua es sumamente sensible dando las observaciones higrométricas un resultado apenas concebible; humedad que parece imposible no quebrante la salud, lo que se explica únicamente recordando las brisas que refrescan la isla de playa á playa y que moderan la percepción del calórico que marcan los termómetros.

Si el arte y la literatura son los termómetros, que marcan el grado de cultura de una nación, y ésta puede servir de medida para estimar el valor más ó menos grande de sus obras, es innegable que el espacio, comprendido entre los últimos decenios del siglo XVI y los del XVII, forma el período más rico y más brillante de su historia.