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En Lucban, las niñas no juegan, pues todas trabajan: la niña limpia, estira y prepara las fibras del burí, el cabo-negro y el buntan, con las que la hermana arma, y la madre teje finísimos sombreros, petacas, salacots, guardavasos, petates, tampipis, y hasta unos pantalones, si le dan horma, tiempo y dinero, y digo esto, porque ya se ha hecho un chaleco, tejido con la fibra del burí.

La agricultura, á causa de lo accidentado del terreno, no es de gran consideración, pero hay bastante industria. Los habitantes tejen sombreros y petacas con tiras de hojas de una palma llamada burí. El agua corre en abundancia por los lados de la calle, abiertos como canales; todas están empedradas con una especie de macadán

En Tayabas no busquéis ni petacas, ni petates, ni tejidos, ni bolos, ni trabajos de palmas, ni ninguna de las múltiples y variadas producciones que hemos visto en Lucban. En Tayabas, el hombre no sabe más que cultivar el campo; en cuanto á la mujer, francamente, todavía no hemos podido averiguar lo que hace y en qué se ocupa.

¡Voto va! ya ha marchado entra gritando un original cuyos bolsillos vienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetes ensogados, de petacas, de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes de encender... ¡Ah, ah! éste es un verdadero viajero: su mujer le acosa a preguntas: ¿Se ha olvidado el pastel? No, aquí lo traigo. ¿Tabaco? No, aquí está. ¿El gorro? En este bolsillo. ¿El pasaporte?

Maltrana señaló riendo algunos de estos comercios, cuyo valor en conjunto no ascendía a más de tres pesetas. Sobre unos periódicos viejos exhibíanse martillos faltos de mango, cuchillos mellados y sin empuñadura, pomos de picaporte, petacas viejas, ejemplares mugrientos de revistas ilustradas.

Las «petacas» ó maletas de que iban cargadas estas bestias gigantescas estaban repletas de coca, precioso cargamento que emocionaba más á los arrieros de la Cordillera que si fuese oro. Los del país no conocían riqueza que pudiera compararse con estas hojas secas y refrescantes, de las que se extrae la cocaína y que suprimen el hambre y la sed.

La buena mujer se santiguó. ¡Susmariosep! Simoun descubrió el tercer compartimento. Este estaba lleno de relojes, petacas, fosforeras y relicarios guarnecidos de brillantes y de finísimos esmaltes con miniaturas elegantísimas.

La iglesia, el convento y el tribunal. Dos cuadros. Un cocinero municipal y una mestiza tendera. Aguas constantes. Higrómetros y termómetros. Frío. Las frondas del gran Banajao. Artes y oficios. La niña, la hermana y la madre. Tejedoras. Petacas y sombreros. Música fuerte y música débil. Fray Samuel Mena. El pretil del convento. La campana de las ánimas. Cofradías. La guardia de honor de María.

El entusiasmo y la esperanza que llenaban su alma la inducían a mirar todo como cosa propia, al menos como cosa creada para ella, y decía: «Con esas pieles me abrigaré yo en mi coche; en mi casa no habrá otros muebles que esos; pisaré esas alfombras; las amas de cría de mis niños llevarán esos corales; mi esposo..., porque he de tener esposo..., usará esas petacas, bastones, escribanías, fosforeras, alfileres de corbata; y cuando alguno esté enfermo en casa, se tomará esas medicinas tan buenas, guardadas en tan lindas cajas y botecillos».

Nadie puede representarse lo que entonces pasó: un delirio, un inmenso ataque de nervios; diez o doce mil energúmenos gritando con toda la fuerza de sus pulmones; una nube de cigarros, petacas y sombreros volando por el aire y tapizando al instante de negro la blanca arena. Veinte años hacía que no se había visto en la plaza de Madrid la suerte de recibir, de este modo consumada.